LAS VOCES DEL DESIERTO

Por Carolina Romero
Memorias de cuando fuimos a los campamentos saharauis. Noviembre 25 a diciembre 9, 2017.
E l sol ardiendo en la piel, la sensación del turbante en el rostro, el sabor del té con leche, los niños sonriendo, la inmensidad del desierto y las ansias de libertad. Es lo primero que pienso cuando recuerdo los días que pasamos en el Sahara Occidental.
La mirada de Asisa estática en el árido horizonte. A su alrededor, no hay nada más que casitas de adobe y tela rodeadas de vieja hojalata de autos que se ha convertido en los corrales de las cabras. Sus piecitos descalzos conocen la aspereza de la arena y el tacto de las piedras, que no le hacen daño alguno. Sus mejillas cuentan los estragos del ambiente, las historias de los vientos y las cegadoras tormentas de arena.
Asisa es una niña saharaui y aún no sabe que es refugiada. Todavía no conoce la lucha de su pueblo ni por qué la tierra inhóspita de un país vecino ha tenido que verla nacer. En sus venas corre la misma sangre guerrera que ha peleado sin descanso desde hace 43 años para liberar a su territorio de la ocupación marroquí… para dejar de ser la última colonia africana.
Recuerdo a Hasina preparando el té a todas horas. La imagino de 7 años, en 1975, cuando cayó la primera bomba. Apenas minutos antes, bailaba y festejaba el bautizo de su sobrino. Pero, de un momento a otro, el ambiente se llenó del ensordecedor ruido de los aviones militares que cruzaban el cielo mientras dejaban caer cientos de bombas de napalm, de fragmentación y de fósforo blanco.
Ella y miles de saharauis tuvieron que huir de aquel genocidio al que Marruecos y Mauritania llamaron la Marcha Verde. Al lugar que pisaban, los soldados llevaron el sufrimiento y la muerte. Pienso en el dolor que sintieron al dejar su patria. En el cansancio de todos los que iban a pie con sus pertenencias cargadas sobre las cabras. También en el temor de los que viajaron en camello, coches o hasta ocultos en pipas de agua para no ser descubiertos por los soldados.
Tal vez nunca habían tenido un suspiro de alivio o una promesa de vida tal como la que les dio cruzar la frontera con Argelia. ¿Habrán sentido miedo de entrar a otra guerra después de haber librado una por su independencia de España? La respuesta indiscutida siempre fue no, a pesar de que el conflicto aún es una herida abierta, supurando. Los hombres como Sidi Salem se convirtieron en soldados del Frente Polisario. Empuñaron las armas, mientras las mujeres se quedaron en los campamentos de refugiados con los niños y los ancianos. Ahí libraron dos batallas a la vez, la de combatir a la naturaleza del lugar y también al enemigo.
Construyeron casas, incluso con sus propias ropas, escuelas y hospitales. Organizaron la ayuda humanitaria. Se encargaron de la educación de los niños y de la salud de los enfermos. Ocuparon puestos políticos y tomaron las riendas de la república que habían proclamado. Poco a poco, le dieron vida a un lugar que parecía también haberlos condenado a morir. Como si la sangre que se derramó no hubiera sido suficiente, Marruecos irguió a la mitad del desierto una muralla de dos mil 700 kilómetros, vigilada por 150 mil soldados marroquíes y rodeada por un terreno sembrado con casi ocho millones de minas antipersona. El recordatorio permanente de su atropello, y que hoy por hoy es escenario de explosiones constantes que atentan, todavía, contra la vida de los saharauis que realizan protestas pacíficas o incluso campañas de desminado.
Del otro lado, están los que se quedaron atrapados entre esa ilegítima frontera y el océano Atlántico. Esa es su tierra, su verdadera patria, pero también su cárcel. A pesar de todo, resisten pacíficamente las desapariciones forzadas, la tortura, discriminación, persecuciones y demás violaciones a sus derechos humanos. Imagino a una madre y su hijo, separados por el denominado Muro de la Vergüenza.
Hace no mucho, todavía tenían que esperar a que algún beduino viajara de las zonas ocupadas a los campamentos de refugiados para enviar mensajes de aliento, contar que todo estaba bien y que conservaban la esperanza de verse pronto. Todo grabado en un viejo casete. Ahora, ya tienen celulares y 3g. En 1991, una misión de la onu puso un alto al fuego y sembró una semilla de esperanza en los corazones saharauis con la promesa de realizar un referéndum que por fin les devolvería la independencia, la posibilidad de ser libres en su propio país. El mundo comenzaba a reconocerlos como una nación autónoma. Ante los ojos de la comunidad internacional, ya eran la República Árabe Saharahui Democrática.
Esa llama ardió con pasión por un momento y se extinguió con el silencio que trajeron los años. Parecía que el mundo los había olvidado. Y ahí siguen, después de más de 40 años, a la mitad de un desierto que no es suyo. No pueden construir casas con cimientos firmes porque si el presidente de Argelia lo decide, ellos se van. Los niños estudian historia y matemáticas, pero sueñan con irse a otras partes del mundo y convertirse en médicos, abogados, artistas o defensores de derechos humanos para después regresar a los campamentos y enseñar a los demás.
A nadie le gusta estar ahí. A pesar de los años, nadie se acostumbra ni se resigna a vivir así. Su vida, día con día, es una lucha por resistir abanderada por su sed de libertad y de soberanía. En su causa han encontrado una razón para vivir y despertar cada mañana. ¿Tendrá que correr sangre otra vez para que vuelvan a mirarlos?, le pregunté infinidad de veces a infinidad de personas….“Lo que se quita por la fuerza, se regresa por la fuerza”, me contestaban.
No quisiera pensar en volver a pisar los campamentos y enterarme de que Azuha dejó de preparar cuscús para enseñar a su pequeña hija Fatma a empuñar un arma. Saber que Tislem no baila más porque está ocupada curando a los heridos en batalla. Que Mahmud dejó la escuela para pelear por su país o que Fatimechu, como muchos otros saharauis, ya no usa su voz para cantar alegre, sino para clamar ayuda.
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