EL MUNDO EN UNA PLAYA DE TURQUÍA

Foto tomada de internet
Por David Polo
Desde hace algunos días circula en medios de comunicación y redes sociales una foto estremecedora, pero que sin embargo nos resulta familiar, y esto es lo triste del asunto. El impacto de la imagen es contundente. Un niño, sabemos su nombre y edad, yace tendido boca abajo sobre la arena de una playa de Turquía, en medio de la que ya es considerada la peor crisis migratoria de la historia desde la Segunda Guerra Mundial.
Los conflictos militares en Oriente Medio han obligado a cientos de miles de personas a emigrar rumbo a Europa. La desesperación es tal que no importa arriesgarse a perder la vida cruzando el mar Mediterráneo en botes saturados de personas, al grado de no caber dentro un alfiler más. Así como son cientos de miles los inmigrantes que buscan refugio son miles los seres humanos que han muerto ahogados en este nuevo éxodo de la historia humana.
La foto es contundente justamente por eso. Un niño de tres años, su nombre es Aylan Kurdi, yace tendido boca abajo sobre una playa de Turquía mientras las olas bañan su cuerpo. En otra foto, un oficial se dispone a levantarlo de la arena. Aylan, desde luego, está muerto, como su madre y su hermano de cinco años, como los otros nueve (de treinta) que viajaban en el mismo bote y como los más de 2,500 inmigrantes que han perecido en el transcurso de este año, y ¿qué ocurre? Esa es una respuesta que hay que reflexionar mirando el panorama completo de la actualidad.
Es irónico que el poder de la imagen radica en la consternación que causa. Consternación en Europa, consternación en Estados Unidos, consternación en el mundo entero. La ironía es esa. Se trata de los países que en mayor o menor medida son responsables de la crisis migratoria, que auspician guerras que desde ahora y al paso del tiempo se puede prever y luego confirmar en realidad lo que entrañaban. ¿Qué puede hacer la fotografía en este contexto? La imagen de Aylan no es la única. Navegando en internet se pueden encontrar fácilmente fotografías similares por montones. Muchas de ellas han sido premiadas consecutivamente por instituciones tan importantes como el World Press Photo y los Pulitzer. En una época en que las fotografías de horror, de agonía diría Berger, se producen al por mayor en todo el orbe es cuando quizá menos trascendencia se le concede a la imagen, y tal vez la razón sea esa. Desde nuestro lado del mundo, en el que mal que bien “ahí la llevamos” (el sentir se comprueba caminando por cualquier urbe), nos indignan y conmueven, pero no hacemos nada. Las noticias que llegan son que las guerras se libran por mantener la justicia, la paz y los derechos. Siempre han sido esas, y entre el sopor generalizado por esa vana explicación y la vida confortable de las grandes ciudades, la fotografía se reduce a una indignación tan momentánea como el instante en que es captada. Es verdad que pasa a la posteridad, como otras mil que se han hecho desde la invención del medio. Sin embargo, no se puede negar que algo ha causado cada una de esas imágenes. En algo han contribuido. El poder de éstas se reduce a volvernos testigos permanentes, a implicarnos en los acontecimientos, a ser la piedra en el zapato y sacudirnos aunque sea por un momento. A estas alturas cualquier pequeño cambio es una gran contribución y un logro enorme.
No sería extraño que la foto resultara premiada. Tampoco será extraño que nos dejen de llegar estas imágenes, ocurren a diario (e incluso peores en nuestro país). Sería ingenuo pensar que es un asunto polarizado y que no nos atañe como nación, como personas. El asunto aquí es ¿qué puede hacer la fotografía en este contexto?

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