Miradas que son signo: Gabriela Bautista
Gonzalo Lizardo
Después de contemplar una exposición como la que ahora nos congrega, en mí se confirma una vieja certidumbre: más que ningún otro, la fotografía representa el invento moderno por excelencia. Desde el mecanismo de la cámara hasta el proceso del revelado, constituye un prodigio mecánico, óptico y químico, fraguado con una finalidad abiertamente mágica: nunca antes el hombre había contado con semejante instrumento para vencer a la muerte, para congelar el río de Heráclito y convertir a la luz en un signo.
Fue tan profunda la revolución que ocasionó en la sensibilidad humana, que la fotografía amenazó, en su tiempo, con volver obsoletas las demás artes. No recordaríamos ahora ningún futurismo, ningún surrealismo o ningún dadaísmo, si los artistas del siglo XX no hubieran presenciado el nacimiento de esta nueva, milagrosa disciplina artística.
Uno de los autores fotografiados por Gabriela Bautista para esta exposición, escribió que la fotografía constituye, de alguna manera, la metáfora más perfecta e inalcanzable de la escritura. Poesía y fotografía comparten un mismo principio: volcar sobre la página blanca el negro signo de la percepción: la huella que el mundo, fotografiado mediante el lenguaje, o transcrito mediante la luz, imprime sobre la sensibilidad humana.
Más allá de esta significativa semejanza con la literatura, la fotografía tiene un estatuto muy peculiar: oscilando entre el arte y el testimonio, entre la vanguardia y el periodismo, entre los mass media y el arte puro, cabe preguntarse en qué radica su especificidad estética. ¿Hay una intención estética detrás de estos garabatos que nos miran en blanco y negro, como si detrás de ellos aún persistiera la vida? ¿Puede detectarse, detrás de cada instantánea, la subjetividad del autor, del fotógrafo?
El problema no es ocioso, pues implica una respuesta de índole metafísico y psicológico. A diferencia de otros artistas, que utilizan al arte como expresión de su subjetividad, muchos fotógrafos se precian de “no agregar nada” a su obra, como si de ese modo —sustrayéndoles toda subjetividad— sus obras adquirieran mágicamente un carácter objetivo.
A diferencia del pintor o del poeta o del músico, por ejemplo, las decisiones del fotógrafo son meramente técnicas: escoger el ángulo o el encuadre, el tiempo de exposición o el instante preciso en que deben presionar el obturador. Nada es más sencillo, nada es menos fácil. Con esta sumisión al instante concreto, el fotógrafo adquiere un compromiso existencial: vivir con la cámara puesta en la pupila, día a día, haciendo de su oficio una vocación, y de su vocación una forma de vida… todo con el fin de que su alma subjetiva desaparezca tras la objetividad fotográfica.
Acaso el único aspecto de la obra donde el fotógrafo es plenamente soberano, consiste en la elección de su objeto. Dime qué fotografías y te diré quién eres. En el caso concreto de los retratos que Gabriela Bautista nos presenta, se nos propone un juego metatextual: si el quehacer de la fotografía es análogo al oficio de la literatura, hoy podemos leer, en esta sala, las caras de aquellos hombres en cuya escritura hemos leído el mundo.
Víctimas de una superstición contemporánea, Javier Marías justifica así nuestra fascinación por los retratos de escritores: «Parece como si los libros que aún leemos nos resultaran más ajenos e incomprensibles cuando no podemos echar un vistazo a las cabezas que los compusieron; parece como si nuestro tiempo, en el que nada carece de su correspondiente imagen, se sintiera incómodo ante aquello cuya responsabilidad no puede atribuirse a un rostro; parece, incluso, como si las facciones de los escritores formaran parte también de su obra».
Más específicas aún, las fotografías de Gabriela Bautista no fijan rostros sino miradas. A través de su cámara, lo que nosotros miramos no es sino la forma en que los escritores miran… aunque cabe preguntar, ¿a quién? ¿A la cámara impersonal, a la fotógrafa concreta, al espectador hipotético, a la posible posteridad?
A manera de hipótesis, pienso que los autores, por gracia de la fotógrafa, no hacen sino mirarse a sí mismos, convertidos en actores de su propia imagen, actuando su papel de autores mejor que nadie.
Arropada por las tinieblas, y cargando un gato inverosímil, Amparo Dávila se pregunta si formamos parte de sus sueños, en tanto que Salvador Elizondo espera, con afable impaciencia, a que nos vayamos para seguir fraguando sus grafografías. Casi inhumano, Mario Bellatin nos maldice por haberlo distraído de algún arrebato místico; con los ojos cansados de vida e insomnio, Luis Zapata nos ignora como ignora a los transeúntes que a su lado circulan en cámara rápida; Paco Ignacio Taibo II medita una grave contradicción histórica, mientras Eraclio Zepeda interrumpe su trabajo entre libros y documentos para sonreírnos con cortesía.
Algunas miradas son verdaderos jeroglíficos: es el caso de Pedro Ángel Palou, o de Jesús Gardea, que ni parecen percibir la presencia de la cámara. Otras son atroces, como aquella, sonriente y llorosa, que muestra Juan Vicente Melo en su lúcido y lúdico rostro de cadáver; o el fantasmal asombro de Elena Garro, que se agazapa tras su gato como si así se protegiera de nuestra indiscreción.
Incluso hay miradas dobles, como la de Víctor Roura o, alegóricamente, la de Juan García Ponce, quien nos mira, al mismo tiempo, con sus miradas de joven león y de viejo zorro, recluido en esa habitación, rodeado por sus libros y su máquina de escribir, frente a la ventana ensombrecida por los árboles y de espaldas a las pinturas que fertilizaban su imaginación.
Cada uno de estos rostros, reunidos en esta sala gracias al conjuro alquímico del nitrato de plata, encarnan ante nosotros su ejemplar personaje: el Autor Modelo que cada Autor Real ha fraguado en su Obra. Pero además, aún sin quererlo, encarnan también un espíritu colectivo: el espíritu de familia que palpita y escribe tras estas miradas en blanco y negro: tras las dispares pupilas con que la Tradición nos observa: los ojos ubicuos de la Literatura Mexicana.
Guadalupe, Zacatecas, diciembre 3, 2009