La mirada desconocida de Mariana Yampolsky por Pedro Valtierra

Hoy, como casi siempre, Mariana me sorprende. Esta fotógrafa nacida en Chicago en 1925 y arribada a México a sus escasos 20 años para participar en el Taller de la Gráfica Popular, llegó para quedarse, para transformarse en una mexicana realmente amante de este país.

Quiero hablar primero de la Mariana Yampolsky que conocí y de la imagen más común que ella tiene entre quienes han visto sus imágenes, las más conocidas, las más publicitadas, las más expuestas aquí y allá.

Mariana es de las fotógrafas que mejor se relacionan con sus fotografiados. Su sencillez y su forma de trabajo le permiten volverse una más de los retratados, pues establece una atmósfera  que tiene como cualidad estar cerca y no estorbar en las propias imágenes. Se trata de una especie de halo o de magnetismo que le permite a los fotógrafos estar cerca sin que se note su presencia. Quizá es la empatía que se logra establecer con los retratados o la buena vibra que traen consigo o quizá, como me contaba aquella tarde de regreso al Distrito Federal Mariana: “es el respeto que le tengo a esta gran cultura mexicana”. “Es la ética”, dijo alguna vez durante una entrevista.

Una tarde de principios de los años ochenta regresamos juntos en un Volkswagen blanco desde Pachuca. Habíamos estado en la casa de Alicia Ahumada, única a quien confiaba sus impresiones plata gelatina, y me ofreció un aventón. Ya antes habíamos coincidido en otros lugares y con otros fotógrafos y fotógrafas de la época; sin embargo, ese viaje me gustó mucho porque entonces la conocí un poco más.

“Pedro, yo soy mexicana, no gringa”, me dijo de entrada. “Aunque nací allá, este país tiene muchos encantos, la gente tiene una gran sensibilidad y habilidad para todo: para la comida, el arte y para platicar y saben contar muy bien y de manera muy seria y clara sus historias. Los mexicanos saben guardar su tradición y sus costumbres para que nadie se la robe. Son muy orgullosos de su gran historia. Desde el día que pisé tierra mexicana me enamoré y nunca quise volver al país donde nací, porque me dije, con mucho énfasis: ¡soy mexicana, no gringa!”

Mientras manejaba su vocho repleto de cámaras y equipo fotográfico en el asiento de atrás, se fue oscureciendo. No había tanto tráfico así que se podía uno distraer platicando y manejar al mismo tiempo. Por momentos Mariana se me quedaba viendo y no veía a la carretera porque la platica la emocionaba y se distraía un poco.

-Entonces tú eres zacatecano- me dijo de pronto. -Sí, soy de Fresnillo-, le respondí.  Y entonces me empezó a decir “tu tierra es muy bonita y los hombres muy guapos, tienen sus miradas tristes porque ven lejos, no hay tantas montañas y miran lejos. Me gusta mucho el cielo de Zacatecas, azul oscuro y si te descuidas, te come…bueno, eso parece. El pan ranchero es extraordinario y los tamales me gustan con el atole de maíz. Nomás que sí hace un poco de frío y es muy seco. He viajado varias veces por esos caminos de Zacatecas y de Fresnillo. Quizá podamos ir juntos”, me dijo. Sin embargo, nunca se nos hizo ese viaje. Siempre que veo el cielo azul me acuerdo de lo que decía ella.

Mariana Yampolsky fue una mujer que se comprometió con la cámara y todas las posibilidades que esta nos permite desde el punto de vista de la creación. Su mirada le nacía en el corazón. Fue una mujer sensible que se dejo sorprender siempre por lo que le gustaba y apasionaba y, con su cámara, hizo maravillas para bien de nuestra cultura.

Me quedo con su frase: “En mi caso, uso mi cámara como una extensión de mi corazón y no de la lógica”.

Pero hoy estoy aquí, pasmado ante unas imágenes de Mariana que no creo haber visto antes, ¿dónde quedó esa Mariana, la conocida fotógrafa de los pueblos, la que captaba las miradas que surgen de las mujeres del rebozo, la de la imagen de la niña que se arremolina entre las largas enaguas de su madre, la que retrató la cerámica indígena con casi devoción por sus formas?

Cierro los ojos y pienso en ella, que camina por el valle del Mezquital, o que maneja su vocho para recorrer las sierras oaxaqueñas, en su incansable andar entre las comunidades del más remoto pueblo mexicano, el que tenía que verse, el que tenía que rescatarse y por el que tanto amor profesó. Pero, hoy Mariana nos sorprende, gracias a la conservación de su impactante archivo resguardado por la Ibero, con un viaje que nunca imaginé ni supe que ella hubiera hecho.

Ahora entiendo lo que le dijo en alguna ocasión a la investigadora Blanca Ruiz: “Creo decir la verdad cuando digo que mis intereses son múltiples: me encantan, en primer lugar, las personas… […] tengo fotos de, por ejemplo, sillas, piedras, paisajes. Por las imágenes que se han difundido me han encajonado como fotógrafa de pueblos indígenas, y yo lo acepto, pero si uno ama al pueblo, al país, también ama todo lo que rodea al ser humano”.

Confieso que quizá yo también la encajoné. Y ahora me paro en esta exposición un tanto fascinado, como si hubiera descubierto esa cara que no conocía de ella.

¿Qué hacía Mariana por estas tierras? No lo sé, pero veo su mirada sorprendida y, de alguna manera, descubro que no está tan desligada de su escrutadora pasión por lo arquitectónico.

Si en las comunidades indígenas se maravilló con la simplicidad del borde de unas tejas contra un cielo pletórico de nubes o la pequeñez del hombre del sombrero en contraluz pasando por un arco inmenso, en Tijuana encontró (y estoy seguro de que estaría sorprendida) ese hilito conductor que nos lleva a ella: la arquitectura abigarrada, barroca o surrealista que surge de la nada, en medio de una colonia, en pleno cerro…

La Casa del Cañón que da gusto a un capricho de su propietario, la Mona de Tijuana que se alza orgullosa sobre el caserío donde parece no pertenecer, pero le da un toque de distinción a lo que antes parecía plano, la casa kitch que rompe con los moldes. Es Mariana y su pasión por la arquitectura.

Acá la imagino, fascinada por los murales que sirven como lienzo para la expresión. Si mal no recuerdo, fue Tijuana una de las primeras ciudades en celebrar esta forma de comunicación, innovadora siempre, dispuesta a que sus paredes hablaran. Mariana no podía pasarlo de largo.

Quizá tan sorprendido como ella estuvo a su paso por Tijuana, hoy contemplo estas fotos que no, jamás había visto de la gran Mariana Yampolsky y me congratulo por saber que anduvo con sus pequeños pasos por estos lares, para regalarnos su visión de esta ciudad.

Pero, sobre todo, me alegro por la labor que la Ibero ha realizado en escudriñar el archivo que alberga de esta gran mujer estadunidense pero tan mexicana, para enseñarnos que sí, fue una fotógrafa de los pueblos pero que por donde pasara, tenía algo de qué asombrarse.

Exposición 

El área de Arte y Cultura de la Dirección del Medio Universitario (DMU) de IBERO Tijuana, en colaboración con la Biblioteca Xavier Clavigero de IBERO Ciudad de México y la Secretaría de Cultura de Baja California,  inauguraron la exposición fotográfica de Mariana Yampolsky en la Galería Internacional del Centro Estatal de las Artes en Tijuana (CEART).

Marianne Yampolsky Urbach fue una fotógrafa naturalizada mexicana cuya obra ha sido reconocida como patrimonio documental de México por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO por sus siglas en inglés).

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