Luvia Lazo: Kanitlow o la paulatina desaparición
No la vemos, pero ese descanso pausado y digno, un tanto encorvado, nos hace adivinar su cara surcada por los esfuerzos y las victorias de la vida: percibimos sus arrugas, pero no necesitamos observarlas para entenderlo y comprendernos.
No la miramos, pero el tocado de listones entretejido en su cabello canoso, en su peinado aparentemente descuidado pero con tanto aliño, nos permite imaginar el rostro, el de ella y el de tantas otras que han marcado nuestros senderos y que hoy, ¡hasta ahora! echamos de menos.
No sabemos quién dejó los textiles en la escalera, pero podemos intuir el sudor de los que trabajaron en el proceso de teñido y tejido; no conocemos la identidad de los muchachos que bailaron en la fiesta patronal, pero nos permitimos inventar su futuro; no tenemos idea de a quién pertenecen las camisas dejadas en un perchero improvisado, pero estamos seguros de que un cuerpo las ocupará hoy, mañana, algún día. O que, quizá, son las que quedaron ahí, de él, quien recientemente se ha ido.
Quizá don Domingo tuvo que irse para que Luvia pudiera aprender a aceptar la muerte y a llorar las ausencias. Así como hoy encuentra a su abuelo en otras manos arrugadas o en los ojitos nublados de quienes se cruzan a su paso, o cuando reconoce a su abuela Cande en los cabellos blancos trenzados y la ropa que le recuerda a ella. Al ver sus imágenes serán otros, seremos todos, quienes no necesitaremos ver los rostros para dejar que florezcan como imágenes íntimas las personas que amamos, en forma de recuerdos.
LUVIA LAZO trabajaba en otro proyecto sobre mujeres e identidad cuando su abuelo Domingo falleció en abril de 2021. Se fue su sostén, el lazo que la mantenía firme. Vivió un enorme duelo y cuestionó la vida, pero aceptó la muerte.
Comenzó a poner atención en las personas en etapa de vejez, en sus soledades, en la falta de interés de otros en ellos. Aprendió a leerlos y supo que querría guardarlos para siempre, de alguna manera, para que no sólo ella sino otros, nosotros, nos reencontremos –a través de un morral, una cicatriz, un ramo de flores, un sombrero, una postura, un caminar, el salto de una vena, un detalle preciso– con esas personas a las que alguna vez amamos, pero que ya no están o quienes pronto partirán para ser añoradas.
Fue su abuelo quien le enseñó la palabra KANITLOW A pesar de hablar zapoteco, Luvia aprendió que ese vocablo significaba, literalmente, “se me pierde tu rostro”. Eso le dijo él cuando comenzó a perder la vista. Pero puede interpretarse como aquello que va desapareciendo.
“Por eso la serie se llama así”, explica. “Es más íntimo de lo que creo que parece, es sólo sobre mi abuelo y mi tristeza de perderlo, a pesar de que hay tanto color y chispazos de alegría”.
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