Los caminos Wixarikas
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Cuentan que los primeros hombres del mundo, los Meri Tekate, quienes habitaban el mundo de oscuridad antes del nacimiento del sol, caminaban de un lugar a otro en las vastas regiones semidesérticas del occidente del territorio que hoy se conoce como México, buscando ojos de agua y tierras fértiles para la siembra.
Si el lugar encontrado no les funcionaba más, lo dejaban y emprendían el camino hacia otro sitio. Todo esto sucedía a la par que esos Meri Takate, teniendo como guía a Kauyumari, el venado, buscaban incansables a Tatewari, el abuelo fuego, quien había asomado ya en los océanos del Harammara, hoy San Blas, Nayarit, para alejarse enseguida dejando en la tierra su negra ausencia y el deseo feroz de encontrarlo.
Los abuelos habitantes del mundo de la oscuridad, habiendo conocido ese destello de luz, en esa profunda y larguísima noche de peregrinaje en busca del calor y la claridad de visión, volvieron a dar con Tatewari, esta vez en Tekata, hoy Mezquitic. Lo encontraron en un cerro y fueron hacia él, pero éste, al instante, se convirtió en piedra. Ellos, sin embargo, lograron salvar las brasas y mantener el tenue fuego que emana de ellas. Esto no fue suficiente. No alcanzaba para dar claridad al mundo oscuro que habitaban, así que siguieron su caminar hasta que, en el hoy sitio sagrado de Teupa, en Jalisco, dieron con un niño que hablaba con el venado y con los Meri Tekate, quien se ofreció a sacrificarse para dar claridad al mundo arrojándose a un pozo, pero les advirtió que habría cinco etapas: aún no podía hablarse de días pues el sol no había nacido. El niño les dijo que, en la quinta etapa, él resurgiría y que deberían de bautizarlo; entonces se arrojó y, como lo había dicho, después de la quinta etapa resurgió, alzándose en las alturas. Ahí cerca del Cerro del Quemado, en el hoy San Luis Potosí, el Sol salió por primera vez.
–Buenas tardes, lleno de la verde, por favor– le digo mientras bajo del carro al sujeto de la estación gasolinera en la carretera que deja atrás Fresnillo y se dirige hacia Valparaíso, aún en Zacatecas. En el carro, conmigo, viene un wixaritari llamado Chilo y un amigo chileno que pasa unas semanas de vacaciones en México y se muestra entusiasta ante la propuesta de conocer la alta serranía de Jalisco, en donde se llevará a cabo una ceremonia por parte de un pueblo indígena que mora en sus alturas. Se trata del pueblo Wixárika, al
que en las afueras se le denomina vulgarmente como huicholes. El hombre, que tiene las mejillas embarradas de tierra y porta una cachucha de Los Dodgers, me mira de arriba a abajo masticando ruidosamente un chicle rosa mientras se dirige a la bomba de gasolina.
–Oye –le dice a un despachador que se encuentra recargado al otro lado de la bomba de la estación vacía –¡dicen aquí que lleno de la verde! El compañero se acerca al carro mientras el de la cachucha llena el tanque y, parado a un metro de mí, alterna una mirada torpe del interior del vehículo hacia mi rostro, como si quisiera establecer comunicación conmigo. Repite este movimiento con sigilo y, al ver que esto no da fruto, da unos pasos hacia la cajuela y se asoma con descaro al interior. Doy un paso hacia él. Me mira, ahora nervioso, y pasea de pronto sus ojos bizcos con simulada distracción por los alrededores, como si nada de lo anterior hubiera pasado; comienza entonces a alejarse rumbo al sitio de donde había llegado, en el vacío de la estación. Pago, subo al auto y nos vamos con el tanque lleno de la verde hacia la sierra.
Yo pienso en lo extraño de esa situación incómoda mientras el sol del mediodía deja caer su pesado aliento al asfalto que devuelve un espejismo en el horizonte, un charco que fantasmea siempre más delante de nosotros en la carretera. Se requiere premeditación y cautela, al parecer, para solicitar gasolina en estos secos paisajes belicosos. Había mencionado quizá, sin quererlo, alguna clave útil a los traficantes de la región.
–Espero que alcancemos al camión que sale a las dos, para subir atrás de ellos. Si no llegamos, ¿estás seguro de que ahora está tranquila la situación pasando Huejuquilla y arriba en la Sierra? Digo, porque si no alcanzamos a llegar antes de que salgan vamos a tener que subir solos– le pregunto por tercera o cuarta vez a Chilo, quien dormita en la parte trasera del auto con la espalda recta, los ojos apenas abiertos y las manos
entrelazadas debajo de la panza redonda, como la estatua de un Buda a la entrada de un
restaurante chino.
–Sí, está tranquilo, hubo un enfrentamiento hace como una semana, cuando hablé con mi cuñado hace dos días me dijo que había llegado la Guardia Nacional y tenían retenes en la sierra, y ahorita está calmado todo por eso, no hay nada de violencia-.
Nubes huérfanas dormitan inmóviles como lunares en el rostro azulado del cielo. En su corta vida el alcance de su mirada lo ha espiado todo; ni el ruido de los motores de los camiones de carga ni el de sirenas o tronidos de bala parecen inquietar su elevado sueño. El trayecto de Fresnillo a Huejuquilla es relativamente corto y sorprende en éste un silencio demasiado pronunciado; son pocas las personas que pueden verse conviviendo en las calles de los escasos poblados semi abandonados que atravesamos en el camino.
Después de dos horas y media de paisajes desiertos y tierra colorada, sin parar a orinar y faltando veinte minutos para las dos de la tarde, llegamos a Huejuquilla el Alto, un pueblo ubicado al norte de Jalisco. Este pueblo caluroso y mestizo se caracteriza por ser lugar de tránsito de indígenas wixarikas y tepehuanos que regresan o salen de sus comunidades, además de ser su principal punto de abasto de víveres, los que después llevan a sus precarias tiendas de abarrotes en las alturas. En el centro del poblado nos encontramos
con otro grupo de wixarikas que esperan el autobús que los llevará a sus comunidades. La
idea es irnos detrás de ellos, en bola.
La violenta coyuntura que se ha agudizado en los últimos meses –advirtieron colegas reporteros que conocen la zona– no es la ideal para transitar esos caminos. El autobús estaba pactado para salir a las dos, pero la medida y la sustancia de los tiempos wixarikas es diferente, los minutos y los días pueden estirarse a voluntad o por falta de ésta, así que esperamos un par de horas más hasta que el autobús arranca. Dos mujeres adolescentes ataviadas con pintorescas ropas tradicionales, familiares ambas de Chilo, se suben con sus pesados bultos a la parte trasera del carro y, siguiendo al autobús lleno de indígenas, continuamos el trayecto a las alturas de la Sierra
Madre Occidental.
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La oscuridad ha cedido y los Meri Tekate están contentos. Los animales se acercan al astro luminoso que los alumbra desde las alturas, quieren saber qué es lo que está pasando, algunos de ellos piensan que la esfera distante es algo que puede comerse y se asoman demasiado. Las serpientes de cascabel lo miran fijamente yendo hacia él con decisión, pero la bola ígnea suspendida en el cielo les quema los ojos. El guajolote sugiere que ese círculo de luz en el alto horizonte debe llamarse “Tau Tau”, pero los Meri Tekate lo
bautizan con el nombre de Tayaupa.
El mundo se ha alumbrado y la luz ha dado parto a los días. Los Meri Tekate discuten y dialogan entre ellos, son seres de conocimiento, sus ojos surcaron las tinieblas y los caminos de la oscuridad primaria, se orientaron en la noche larga buscando sin freno luz y claridad, y ahora que ésta ha llegado, sus ojos visionarios están repletos de gran sabiduría y experiencia, saben que tienen que hacer algo con ella y deciden desparramar su conocimiento en la tierra convirtiéndose algunos en Hikuri, un cactus que crece en los desiertos del norte del territorio denominado México y el sur de Estados Unidos, y que hoy se conoce como peyote.
Kauyumari, el venado, decide regresar al occidente, a Ututawita, conocido hoy como Cerro del Bernalejo, pero antes le darán otro nombre, se llamará en adelante Maxa Kuaxi. Algunos emprenden el camino de vuelta junto con quien los guió en su peregrinaje a la luz. Al llegar a Ututawita, Maxa Kauxi se convierte en piedra, y el resto de los caminantes se encuentran con otros habitantes del mundo recién alumbrado que estaban cerca de Tekata.
Las cuatro horas de camino que van de Huejuquilla a La Laguna y al resto de las comunidades wixarikas de la serranía jalisciense serpentean entre cuatro estados de la república; a los tres cuartos de hora de dejar Huejuquilla, Jalisco, nos encontramos en la estación gasolinera –esta sí totalmente desolada– de San Juan Capistrano, Zacatecas; después, Campamento Canoas, Durango, otra vez Zacatecas, más adelante será Nayarit y las comunidades de destino de nuevo en Jalisco. Pocos minutos después de pasar por los
costados del poblado de Campamento Canoas, mientras llegamos al final de una recta larguísima, vemos –a unos cincuenta metros– un grupo de alrededor de ocho hombres con armas largas. Me toma unos segundos caer en cuenta de que, a pesar del calibre de sus fusiles, los costales de arena a la orilla del camino y los chalecos antibalas, no se trata de elementos de la Guardia Nacional ni del Ejército. Al vernos, los desconocidos nos hacen una seña para que nos detengamos.
–Ah, la chingada– escucho quejarse en la parte de atrás a Chilo, quien se sacude la placidez del ensueño y vuelve al mundo.
–Déjame yo hablo. Si no te hablan a ti directamente no los veas a la cara ni a los ojos– le digo al chileno no sé exactamente por qué, es algo que escuché o leí en algún lugar, quizá en un manual de periodismo en zona de conflicto o en esos programas de supervivencia en donde gringos enloquecidos se acercan a orangutanes salvajes.
Nos detenemos a su lado, la luz clara del atardecer serrano se estrella en las orillas de la
camioneta pick-up azul estacionada a un costado del camino, lo que produce un aura celeste alrededor de ella.
–¿De dónde vienen y a dónde van? – pregunta sin más al chileno un hombre flaco de unos treintaicinco años al que le chispean en los ojos destellos de furia y excitación desmedida. Es mestizo y su acento y actitud delatan un origen urbano en contraste con el resto de pistoleros formados a su espalda, cuyo aspecto y corporalidad es más bien campesina e indígena.
–¿Qué tal? Buenas tardes, hermano–, me asomo a la ventana del conductor y respondo de pronto como cristiano en congregación. -Venimos de la Ciudad de México y vamos a La Laguna, a una ceremonia con los huicholes, hermano, nos invitaron-.
–¿Dónde chingados es La Laguna y quién los invitó?
Espero un par de segundos mirando fijamente a Chilo que sigue pareciendo un buda de la abundancia en contacto sólo con lo inefable y abstraído del mundo que lo rodea.
–Es allá por San Andrés, yo los invité, son peregrinos– dice de pronto, después de alargar innecesariamente el silencio. El flaco se asoma a la parte trasera del carro y, después de una inspección con la mirada de unos cuantos segundos, me vuelve a interpelar con fingida extrañeza.
–¿Y desde México vienen nada más a una ceremonia?, ¿a qué te dedicas?-
–Soy fotógrafo.–
-No venías sacando fotos en el camino, ¿verdad?-
–No, no he tomado fotos-.
–¿Dónde está tu cámara? Enséñamela, bájate del carro y déjame ver la cámara. ¡Todos
muéstrenme sus documentos!-
Mientras saco la cámara de la mochila noto que las manos me tiemblan y tomo una respiración profunda para evitarlo. Me bajo del carro y me acerco al flaco, quien habla con un superior por radio. Toma la cámara de mis manos y se aleja unos metros más hacia el monte hablando en clave con la voz eléctrica que sale de la bocina del aparato. Chilo también se baja del carro y explica algo a tres jóvenes que husmean nuestras credenciales
y la cajuela del auto; todos tienen chaleco antibalas y el arma colgando al frente.
–Vamos a una ceremonia, no tenemos otro interés acá, de verdad–, le digo a otro par de pistoleros que, por respuesta, continúan en su silencio de rostros apenados. Rápido entiendo que ahí solo el flaco tiene permitido hablar.
El camión de huicholes que se había adelantado en el camino está ahí también, un poco más adelante. Algunos han descendido del autobús y son interrogados por otros pistoleros que revisan sus celulares y les piden que abran sus conversaciones de Whats App y galerías de fotos.
–Tú tranquilo y yo nervioso–, escucho decir al flaco entre risas después de dos o tres minutos de espera demasiado largos. Se acerca con el arma en una mano y el radio en la otra.
–Tú tranquilo y yo nervioso– le contesta, golpeando enfáticamente las sílabas, la misteriosa voz.
–¡Síganle! Nomás sin hacer pendejadas–, me dice el flaco, devolviéndome la cámara–. No vayas tomando fotos, te lo digo por tu propio bien, güey.
–Gracias. Sí, venimos a la ceremonia, de verdad.
–Tú tranquilo y yo nervioso–, vuelve a decir el flaco, y el resto de los pistoleros festejan su
gracia.
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Además de ser el principio de la luz y los días, el nacimiento del primer sol tiene efectos drásticos en la tierra. Las cosas comienzan a hervir y a derretirse; un diluvio cae incesante inundando los valles. Croan rayos y truenos en los cielos y el oleaje feroz barre con los bienes de los pobladores; algunos pocos encuentran refugio en las partes altas, otros perecen.
En medio de las ventiscas e inundaciones, Takutzi Nakawe, un ser mitad hombre y mitad mujer, construye una balsa con la madera de un árbol de la región conocido como Xapa, hoy denominado Zalate. En ella guarda la semilla del frijol, de la calabaza y de cinco colores de maíz, y sube también a una perra negra a la que convertirá en mujer utilizando los prodigios de una vara milagrosa: su nombre será Y+xi+wa, y ella se encargará de preparar los alimentos en la travesía. Durante mucho tiempo conserva las semillas
viajando a la deriva en su canoa.
Por las noches tiene sueños, en ellos escucha el llamado de los Meri Tekate que intentan guiarlo hasta su paradero. Las lluvias por fin amainan y las aguas comienzan a bajar, quedando varada la balsa de Takutzi Nakawe en Hauxa Manaká, hoy Cerro Gordo, Durango. Una vez desembarcado en lo alto del cerro, emprende una búsqueda para dar con aquellos que sobrevivieron y entregarles las semillas, se dirige a las cercanías del lugar sagrado de Tekata, pues a la distancia y, en ensueños, los Meri Tekate le han hecho saber que ahí lo esperan.
Han pasado quizá veinte minutos desde el episodio del flaco y una alegría contagiosa inunda el interior del vehículo. Como vistos por vez primera, son misteriosos los rayos del sol del atardecer al colarse como milagros entre las hojas de árboles a contraluz. Hace calor aún, pero la brisa fresca de las alturas se cuela zumbando por las ventanas. Mientras avanzamos por los caminos mudos del monte, estoicos robles y pinos jorobados refrescan el paisaje tatemado por el sol furioso y sus tímidas sombras caen al pavimento como
relojes de arena anunciando el anochecer vecino.
–Pinches morros meados, “tú tranquilo y yo nervioso”, pinche puto, se sienten bien chingones nomás porque traen fusca-.
Chilo va echando pestes en la parte de atrás del carro. Una de las wixarikas que hasta el momento no habían pronunciado palabra alguna, agrega:
–¡Eran wixarikas!
–¿Los conocías o cómo sabes?–, le pregunto.
–Luego luego se ve.
–¿Todos?
–No, unos creo que eran tepehuanos, otros no sé, no eran de aquí-.
Por unos minutos Chilo hila un monólogo en el que narra con voz airosa lo que hubiera hecho y dicho a los sujetos si no portaran armas –tú tranquilo y yo nervioso, pinche flaco estaba todo pendejo el güey, yo creo estaba drogado-. Todos reímos, no tanto por lo que dice sino por la euforia que provocan las hormonas secretadas después del susto.
Comenzamos a hablar de lo sucedido, especulamos a qué cártel pudieran pertenecer los bandidos, me pregunto entonces en voz alta qué hubiera pasado si les hubiera dicho que soy periodista y Chilo, aún en postura de meditación, me recrimina que les haya dicho que era fotógrafo.
–A ellos qué chingados les importa, tú vas a la ceremonia, no les tienes que decir ni madres-.
–Tú tranquilo y yo nervioso– le respondo, poniendo la otra mejilla y todos reímos de nuevo.
No es sólo el mal genio del sol, que colorea de amarillo los verdes recuerdos de lluvia del paisaje, el que calienta el aire y suelo de la serranía y sus alrededores. A lo largo del año pasado y lo que va del presente, se han agudizado los enfrentamientos entre los dos principales grupos al margen de la ley que se disputan el dominio territorial de las entidades federativas que se entrecruzan en la región.
La guerra entre el Cartel de Jalisco Nueva Generación, el Cartel de Sinaloa y los cuerpos de seguridad del Estado en sus distintos niveles, además de cadáveres desparramados en calles y veredas o colgados en puentes peatonales, ha poblado de fantasmas, a su paso, a pueblos y comunidades rurales que han optado por el desplazamiento en algunos de los municipios donde la violencia ha sido más aguda.
Los caminos para llegar a la zona de la sierra habitada por el pueblo wixarica son puntos estratégicos en la pelea por el control de territorio de estos grupos, lo cual ha impactado también en las dinámicas de movilidad de los indígenas por las arterias del monte. Para ellos, al parecer, esto es sólo un ingrediente más en la sopa de hostilidades que hierven longevas en sus tierras.
No han pasado más de treinta minutos desde el episodio del flaco, cuando llegamos al crucero de Santa Cruz y descubrimos que otro grupo, ahora de unos quince hombres armados, nos hace señas con las manos para que paremos. Ahora son cuatro las camionetas pick-up dispuestas a la orilla del camino y, a diferencia del enjambre anterior, la mayoría de estos hombres son mestizos. En sus chalecos antibalas noto las iniciales del grupo al que pertenecen: C.D.S. Tres empistolados se acercan a la ventana, las muchachas guardan silencio, el chileno tiene ambas manos en el volante y mira al frente, Chilo echa pestes en murmullos.
–Buenas tardes, ¿para dónde van?-
La escena es similar a la anterior, sólo que en esta ocasión los diálogos son más escuetos y serenos, nos piden casi respetuosamente que nos bajemos del auto y les mostremos nuestros documentos. Chilo explica algo a uno de ellos, yo repito la fórmula cristiana al que revisa mi pasaporte, un hombre de unos cuarenta años, alto, robusto y de cabello con corte militar.
–Hermano, vamos a una ceremonia, es nuestro único interés por acá-.
Él me mira de reojo poco menos de un segundo y vuelve a su inspección.
–Sí, no se preocupen, estamos viendo nomás que todo esté en orden.-
Después de unos diez segundos, otra vez demasiado largos, nos dejan ir.
–Ánimo, nomás derecho a lo que van y con cuidado.-
En contraste con la despedida con el flaco y su grupo, percibo en la pronunciación de ese “con cuidado” más solidaridad que palabras de advertencia. Avanzamos. Otra vez el festín de hormonas y la gozosa apreciación por el milagro que nos rodea.
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Al encontrarlos, Takutzi Nakawe les da las semillas. De esa manera, los Meri Tekate pueden continuar con el reparto de éstas para la siembra, y así los habitantes del mundo pueden procurar sus alimentos. El Hikuri no se ahogó, estar en las partes altas del desierto lo ha mantenido con vida. Se comienza la siembra poco a poco, hay que sacar más semillas y asegurar el sustento de todos los pueblos. La abundancia parece asomar en el horizonte próximo, pero no hay un acuerdo con el abuelo fuego ni con el sol que los calienta para que la lluvia caiga sobre la madre tierra permitiendo su fruto. Los habitantes del mundo siembran, pero no hacen ofrendas ni realizan sacrificios, los cielos se deshidratan y las semillas caen inertes en las superficies de un suelo cada vez más seco.
Las grandes inundaciones dan paso a las sequías y los habitantes del mundo buscan el equilibrio a través de la ofrenda y el sacrificio a las deidades, elementos y fuerzas del cosmos. Para ello inician las ceremonias, y en ellas cantan y danzan ofreciendo la sangre de animales sacrificados.
El poblado de La Laguna, o Laguna Seca, nace en un paisaje rudimentario de relieves minimalistas y amplios cielos en donde agrupaciones de casas separadas por pedazos extensos de tierra semi-cultivada, distantes unas de otras, constelan pequeñas facciones del horizonte circundante. Bordeado en sus costados por una muralla de cerros, el poblado pertenece a la comunidad de San Andrés Cohamiata, que está ubicada en el
municipio jaliciense de Mezquitic, y es morada, según los censos oficiales, de alrededor de mil habitantes.
Desde San Andrés Cohamiata, el pueblo central, el Comisariado de Bienes Comunales y el Consejo de Vigilancia, que forman parte del Gobierno Tradicional, vigilan las necesidades de las veintiún localidades o comisarías internas que constituyen a la comunidad, entre las cuales se encuentra La Laguna. Además de un representante en el Gobierno Tradicional, en este orden jerárquico, cada localidad cuenta con un alguacil, un alcalde y un capitán. A partir del crucero de Santa Cruz, el camino hacia San Andrés, La Laguna, y el resto de las comunidades wixaritaris, es de terracería.
El paisaje reverdece a medida que la noche desciende.
–Ha llovido mucho–, dice Chilo asomándose a la ventana.
Durante nuestro tembloroso avance a giro de rueda por las vías enlodadas, a poco menos de una hora de llegar a La Laguna, nos detenemos a tomar agua de una pequeña cascada que cruza el camino. Según Chilo, es una parada obligatoria para dejar ofrenda en el peregrinaje anual al desierto sagrado de Wirikuta y eso explica las veladoras recargadas en una piedra.
La hostilidad de las condiciones materiales del entorno, la bravura del clima, la tortuosidad de los caminos que hasta hace pocos años eran prácticamente inaccesibles, las constantes sequías y la dificultad que éstas suponen para la actividad agrícola limitada al cultivo de maíz y calabaza, aunado todo a la naturaleza errante de este pueblo que históricamente se ha consolidado en un habitar versátil del espacio y las regiones, se
reflejan en la poca densidad de población del lugar.
Conforme nos acercamos a La Laguna, las curvas del camino son cada vez más pronunciadas y montones de tierra deslavada se apilan una y otra vez cortando el ancho de las rudimentarias veredas del mundo wixarika.
Al mirar por la ventana uno no puede dejar de pensar en el brusco cambio que supuso para este pueblo, a la llegada de los españoles, el dejar las costas y los mares ricos en pesca, los fértiles valles y las partes bajas y sombreadas de la serranía para refugiarse del nuevo orden colonial en los rincones más inhóspitos e inaccesibles, protegiendo con eso la perpetuidad de su mundo, sus tradiciones y la fuerza animada de su cosmos espiritual.
“Naturalmente la conquista los expulsó del paraíso”, escribía el historiador mexicano Fernando Benítez en su libro Los Indios de México, externando algunas impresiones de sus visitas a la región wixarika a mediados del siglo pasado. No sólo la migración a zonas rurales de otros estados para emplearse en fincas como trabajadores agrícolas, sino sobre todo sus peregrinajes religiosos y sus recorridos largos por varias ciudades del país dedicados a la venta de artesanías, establecen un vínculo entre el rostro actual de este pueblo y sus orígenes remotos de caminantes y buscadores.
La oscuridad ha descendido, faroles exhalan débiles eructos de luz que alcanzan apenas a alumbrar los caminos nocturnos del pueblo mientras estacionamos el carro frente a casa de Clemente, el cuñado de Chilo. Ya todo está preparado para la ceremonia que comenzará al amanecer frente al Kaliwei, un centro ceremonial ubicado a unos trescientos metros de donde parqueamos.
A lo lejos, tras el lóbrego telón que la noche interpone a la distancia, se escuchan los voces y risas de la gente que ha arrimado al lugar donde se celebrará el rito. Después de volver a estirar el cuerpo y sopear un plato de frijol y calabaza con gruesas tortillas de maíz azul recién torteadas en un comal, nos acercamos al Kaliwei.
Amarrada a un árbol afuera de una de las casas de adobe que rodean el sitio, quieta casi como una estatua, una vaca recibe en la piel el resplandor acuoso de la luna de medianoche. Está sentada y serena mirando fija hacia lo profundo de la jornada que termina.
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Antes de dar un trago a la honda jícara llena de tejuino que acaban de ponerle en las manos, Clemente Rodríguez riega un poco en suelo. No tiene mucho que amaneció en La Laguna, el sonido del viento liviano se pasea peinando las flamas del fuego trasnochado en el centro del patio familiar donde se lleva a cabo la ceremonia. Como mirándose a sí misma al espejo, una libélula azul detiene su vuelo a unos centímetros de su reflejo sobre un charco de agua al costado de un hombre adormilado, aún ebrio, que da vueltas sobre sí mismo en el suelo.
Siento en la nuca los tibios bostezos del sol matutino cuando el hombre que reparte el fermento marrón llena de nuevo la jícara y me la ofrece; preferiría no probarla, pero la acepto enseguida. Como manda la costumbre local, vierto primero un poco en el suelo, ofreciéndola a la tierra, y le doy después un trago largo hasta vaciarla. El brebaje tiene un sabor ácido y el efecto del golpe etílico es inmediato en mi conciencia en ayuno
involuntario.
Desde la otra orilla del patio, donde un grupo de mujeres prepara el desayuno en grandes ollas, llega un olor a hortalizas cocidas que se mezcla con el del humo de la leña de mezquite al arder. Además de beberse un licuado del peyote triturado con la ayuda de un metate, se tomó tejuino y cerveza, y se danzó y cantó hasta la madrugada.
Dos celebraciones se superpusieron en esta ocasión; por un lado, al cumplirse los cinco años de duración de cargos políticos y religiosos de la comunidad, es momento del relevo y entrega de estos a las nuevas autoridades. Por otro, se celebra la ceremonia del Hikuri Neixa, o Danza del Peyote que, aunque no cumple con un día específico en el calendario gregoriano, es una especie de fin de año wixarica al simbolizar el fin de un ciclo agrícola y el inicio de uno nuevo; el quemar las hojas de maíz apiladas al interior de Kaliwei marcará,
al final de la ceremonia, el principio de la temporada de lluvias y la renovada fertilidad de
la tierra.
Clemente está sentado en una silla de plástico cerca del fuego, atiende a hombres y mujeres que se acercan esporádicamente a consultarlo sobre pormenores de la ceremonia. Dos perros de mirada temerosa y pronunciadas costillas merodean los suelos en busca de alimento. Clemente toma un suspiro profundo. -Por eso hubo sequía, estaban pidiéndoles que hicieran ese sacrificio, ya tenían hambre de recibir alguna ofrenda para alimentarse de eso, por eso-. En ese entonces los sacrificios y las ofrendas fueron hechas con la sangre de pescado bagre, luego fue con la sangre de venado y más adelante con borrego y res.
Clemente regresa al relato de los orígenes de su pueblo, pero enseguida hace una pausa, da indicaciones en wixarica a un joven de sombrero tejano y figuras amarillas pintadas en el rostro, los wixaricas fabrican esa tintura con el líquido de una raíz del desierto que llaman uxa. Después de pocas palabras despide al joven, escupe, y da una fumada al cigarro de tabaco macuche que un mestizo le alcanza después de liarlo para él.
–De allí en adelante empiezan todas las ofrendas que hasta la fecha hacemos para mantener y para conservar las semillas de maíz de cinco colores. Luego, esos Meri Tekate se convierten en elementos naturales en diferentes partes, en diferentes sitios sagrados, se convierten en piedras, en lluvia, en fuego, en Sol.
–Entonces, ¿es desde esos tiempos que vienen los sacrificios y ofrendas?
–Sí, quedó para siempre la herencia, y no estamos hablando de hace poco, esto estamos hablando desde hace muchos, muchísimos años. Ahora que sembramos vamos a tener que ofrendar algo, ya sea un becerro o un borrego, para mantener esa continuidad, para que crezca todo. Todo eso que caminaron desde San Blas, todo ese recorrido, es el mismo recorrido que nosotros hacemos, son las huellas que estamos persiguiendo nosotros, encontrando los lugares y entregando las ofrendas, de esa forma estamos cumpliendo para todo que esté en orden en los cuatro elementos con los que trabajamos: la madre tierra, el abuelo fuego, el viento y el agua. Eso estamos cumpliendo hasta hoy día-.
Se siguen acercando a él hombres y mujeres, algunos le hacen preguntas breves y otros le dan avisos. Clemente mira detenidamente las brasas que prenden y apagan emitiendo chasquidos, en esta ceremonia recibe el nombramiento de Marakame. El Marakame,según la cosmovisión wixarica, es aquel puede establecer diálogos directos con las deidades y fuerzas del cosmos. Unos se convierten en Marakames cumpliendo con los peregrinajes anuales al desierto de Wirikuta, así como con otras obligaciones y disciplinas espirituales, otros lo hacen en la comunidad visitando los lugares sagrados. Convertirse en uno supone muchas responsabilidades con la vida espiritual de la comunidad, y también con su organización política.
La línea que separa lo sagrado de lo profano, lo de Dios y lo del Cesar, se desdibuja en las pinceladas del mundo wixarika. Es a través de los sueños, según se cuenta, que se dan instrucciones, una vez que están listos y han sido elegidos, a aquellos que siguen el camino de la sabiduría tradicional. Según los relatos de Celemente, los primeros hombres del mundo, convirtiéndose en peyote, depositaron sus conocimientos en el desierto en la forma del cactus, y los Marakames saben hacer uso de la información guardada en ellos. Entre otras cosas, el Hikuri les cuenta la historia del mundo y les revela los procedimientos de curación, cómo conducir una ceremonia y qué rito se deberá ofrecer para curar, dependiendo de la situación particular de salud de cada paciente.
A pocos metros de donde estamos reunidos, el borracho adormilado fracasa una y otra vez en sus débiles intentos por levantarse del piso. A su lado, los dos perros de pocas carnes se disputan con una ferocidad sobresaliente un hueso de pollo que alguien ha lanzado al suelo. Es el segundo día de la ceremonia, aún no se cumplen las cinco danzas necesarias para finalizarla. Desperdigados por el patio, los danzantes descansan aún exhaustos por la danza anterior. Frente a nosotros, el comisario del pueblo, un hombre pómulos pronunciados y huesos anchos, corta en trozos con un machete los restos de la vaca que miraba serena hacia el horizonte, amarrada a un árbol, la noche de nuestra llegada.
Paseando la mirada por el lugar veo que en el piso, a medio camino entre el fuego central y el Kaliwei, queda aún en la tierra la silueta de lo que fue la mancha de sangre al momento del sacrificio del animal, la mañana anterior, cuando iniciaba la ceremonia.Amarrada por las patas, se mojaron velas y demás objetos a ofrendar con el líquido vital que emanaba de sus entrañas; se recolectó también su sangre para su posterior uso ritual.
De su muerte bebieron embriagados por su roja suerte los perros famélicos mientras el insuflo de vida en los ojos del animal ofrendado se diluía en un vacío misterioso. Su cuerpo dejó de resistirse, pero sus ojos no dejaron de mirar profundamente, ahora no el horizonte, sino al destino incierto que la confrontaba.
-Por la salud de nuestras familias tenemos que hacerlo, también por el clima, si no lo hacemos habría también un cambio climático, no nos llegaría la temporada de lluvia, entonces nosotros no haríamos la siembra y sufriríamos todo el año sin contar con maíz porque nosotros todo el maíz que sembramos es nuestro auto consumo, no es para venderlo afuera. Sembramos puro maíz, frijol y calabaza, no tenemos suficiente agua para estar sembrado variado, aprovechamos la temporada de lluvia. Cuando no llueve le sufrimos por el agua, estamos hablando de más de 2500 sobre el nivel del mar, no se almacena mucho, y los ojos de agua que tenemos no son suficiente.-
Comienzan a caer suaves gotas de lluvia en el patio. La aparición de la lluvia me hace de nuevo en cuenta de la sequedad del entorno. Aunque en constante movimiento, en el México prehispánico este pueblo habitó paisajes de condiciones menos precarias e, incluso, abundantes, como las costas de Nayarit, los valles Tepic y las partes bajas de la sierra de Jalisco, por el rumbo del hoy municipio de Mezquitic, Huejuquilla y la zona de Colotlán. Le pregunto a Clemente sobre esto.
“Se fueron yendo los abuelos hasta quedarse donde estamos ahorita, en los lugares más escondidos, fueron dejando sus tierras y todo lo que tenían, por el miedo, por el susto, por eso es que unos ahorita algunos wixaricas viven en el estado de Nayarit, otros en Durango, en Zacatecas y en Jalisco, porque cada quién fue buscando la forma de donde esconderse cuando llegaron los españoles”.
A medida que la tarde avanza y el sol se desliza pesado hacia su cenit, el espacio se reordena, los hombres y mujeres que participan danzando en la ceremonia se desperezan y dejan el amparo amigable que ofrecen las sombras de los árboles en donde se refugian de los rayos severos del mediodía, ha terminado el descanso, aún no se cumplen las cinco danzas necesarias para el fin de la ceremonia, solo ellos están al centro del patio, el resto permanece platicando entre ellos, tomando cerveza y tejuino, o mirando el desarrollo de
la danza a los costados de las casas de adobe distribuidas en las orillas del patio.
En un gateo ascendente y torpe, con algo de fortuna, el borracho se logra levantar del suelo, su desgarrada playera negra está llena de tierra, entre jadeos profiere una consigna ininteligible y luego ríe ya medio erguido al tiempo que comienza a andar moviendo las piernas con demasiada cautela, con el sigilo de un hombre herido de las extremidades pero con la mirada lustrosa y ávida de aventura de un niño que da sus primeros pasos en un jardín. Como inspirado por algún viejo recuerdo, parece querer incorporarse a los danzantes, pero nadie lo mira, todo el mundo está absorto en la danza, en la de todos y en la propia, dando pequeños brincos sobre sí mismos levantando nubes de polvo que flotan hacia todos los puntos cardinales a medida que avanzan en círculos alrededor del fuego y luego en fila al interior del Kaliwei, una y otra vez, describiendo simbólicamente la ruta de sus peregrinajes con la trayectoria del baile en el espacio del patio familiar. Al frente van los músicos, uno toca un violín y otro una guitarra pequeña de cinco cuerdas, ambos
instrumentos vernáculos y de tallado rústico. El sonido que sale de estos se mezcla con los cantos de un Marakame en una especie de chillido nostálgico que, sin ser triste, evoca algo escondido en la lejanía, algo que podría no ser nada o ser cualquier cosa, desde el semblante físico de un dios hasta la cualidad informe de una experiencia, pero para ser rescatado de su percibida ausencia debe de ser traído de vuelta al mundo sonando los instrumentos y permitiendo el tamborileo rítmico de los huaraches en la tierra.
La danza prosigue, por la noche se llegará al final de la ceremonia. Durante el transcurso de esta, quienes participan cambian sus nombres usuales. Ni ellos ni ellas, ninguno de los que participan en el baile son quien normalmente son. Caen las máscaras de lo cotidiano en la ritualidad de la danza, a través de esta, lo mismo que a través de sus peregrinajes, de sus ofrendas, sacrificios y ceremonias, personifican a aquellos seres que protagonizan sus relatos de origen. Su narración mítica, como sugería el mitólogo Joseph Campbell en su
noción de mito, no es la historia de algo que pasó o no pasó, ni es el relato de algo que probablemente fue, es una narración viva, perenne, que da cuenta del devenir constante de su mundo, una guía que, bajo la traducción del lenguaje sistematizado en su techo cultural y lejos de un entendimiento crono lineal del tiempo, les permite interpretar e interactuar con la realidad que compone sus circunstancias vitales en todo momento.
A pesar de la actualización que los tiempos y las circunstancias traen a la teatralidad de su existencia, y la aparición de nuevos actores, elementos, situaciones internas y externas en el escenario, ellos siguen caminando los caminos andados por los primeros seres del mundo al buscar la luz desde antes del nacimiento del sol, y resguardan las mismas semillas que Takutzi Nakawe cuidaba de los caprichos inclementes del clima. A través del acto concorde con su narración del mundo, como asegura Clemente, permiten al mundo
continuar con sus ciclos.
El canto del Marakame se oculta tras los montes conforme nos alejamos de la comunidad. En el cielo azul oscuro titilan estrellas que desvanecen su brillo al acercarse a la luna llena. Pasamos el crucero de Santa Cruz sin percance, sin ser detenidos por pistolero alguno. Para evitar los retenes, salimos de La Laguna a las cinco de la mañana. Según nos dijeron, aunque esto era impredecible, los retenes se ponían normalmente alrededor de las siete. En las cercanías de Campamento Canoas, sin embargo, ya estaba en pie. Era un retén pobre, solo un muchacho semidormido de no más de dieciocho años. La cosa fue rápida, unas cuantas preguntas, una inspección desganada al interior del vehículo y una despedida amable. No hubo señales del Flaco.
A finales del año pasado se contaron en la región seis wixarikas desaparecidos, según se dice, en manos del Cartel de Jalisco. Tres de ellos aparecieron muertos en municipios zacatecanos limítrofes con Jalisco, uno en Monte Escobedo, otro en Valparaíso, y uno más colgando en una señal de carretera en la zona límite entre ambos estados. En lo que ha corrido del 2022, se han contado más de siete desapariciones de integrantes de la etnia. Corren rumores y hay un miedo silencioso.
Además del severo escrutinio en sus pertenencias y teléfonos celulares al que son, en algunas ocasiones, sometidos durante sus travesías por el monte, constantemente son interrogados durante las cacerías de venado en las zonas bajas de la sierra.
Parecería, sin embargo, que todo ello no alterara demasiado el ánimo de la comunidad que se ha acostumbrado ya, desde tiempos inmemoriales, a afrentas y catástrofes diversas. El tanque de gasolina casi llegaba a la rayita de reserva y antes de detenernos a llenarlo en la única estación de ese lado de la sierra, formulo en mi fuero interno las posibles frases para pedir que se llenara el tanque de la verde sin pisar por descuido alguna clave de los nuevos custodios del monte.