«Lo que deseo es vivir más»: Un recorrido en silla de ruedas por la Ciudad de México
Texto y fotos de Lilián Ayala, participante de los Talleres Cuartoscuro
Una tarde con Andrea Naomi Lezama Santiago, joven vendedora ambulante, revela lo que muchos ciudadanos no ven: los obstáculos que enfrenta una persona con discapacidad para moverse por la ciudad. Desde los baches hasta la indiferencia, su camino es una denuncia viva de una ciudad que sigue sin estar diseñada para todas las personas.
CIUDAD DE MÉXICO, 21JULIO2025.- Comenzamos nuestro recorrido por la tarde, desde la calle Mosqueta, en la colonia Guerrero. Andrea Naomi Lezama Santiago, de 27 años, me recibe con una sonrisa cálida. En ese momento me preparo no solo para documentar su trayecto diario, sino para comprender en carne viva lo que significa moverse por la Ciudad de México en silla de ruedas.
Esa tarde, que nos llevaría desde su casa hasta el mercado Martínez de la Torre y más tarde a la plaza Forum Buenavista, terminaría al anochecer. En mis fotografías se refleja la luz que va cayendo y el cansancio acumulado de una rutina que exige el doble o el triple de esfuerzo para ella y su madre.
Andrea comenzó a usar bastón hace siete años debido a una condición de salud que redujo la fuerza en sus piernas. Hace dos años pasó a la silla de ruedas. Desde entonces, sus trayectos se han vuelto más cortos, pero más pesados. Sale de casa cada tercer día con ayuda de un medicamento que le impide usar el baño mientras está en la calle, ya que los baños públicos accesibles son casi inexistentes.
Su mamá, de 65 años, la acompaña y empuja su silla. “Ella es mi ejemplo de lucha”, me dice Andrea mientras avanzamos lentamente por una banqueta irregular.
La ciudad le ha impuesto una rutina calculada. Venden dulces empacados en casa y perfumes que Andrea revende, los cuales compra en Forum Buenavista por su cercanía. Aunque el centro comercial cuenta con rampas y elevadores, es común que las personas sin discapacidad no cedan el espacio. “No se quieren bajar del elevador. Y aunque hay rampas, muchas son tan inclinadas que parece que fueron diseñadas sin pensar en quién las usará”.

En el camino, Andrea me describe cómo su vida ha cambiado radicalmente. Antes trabajaba en seguridad privada; incluso fue seleccionada entre muchos aspirantes por su desempeño y apariencia física. Hoy depende totalmente del apoyo de su madre para desplazarse. Su hermana se mudó hace un año, y Andrea no ha podido visitarla:
“Las calles no están aptas. No hay subidas ni bajadas. Me empujan, me pegan con bultos. No hay forma”.
A lo largo del recorrido, el deterioro urbano es evidente: banquetas rotas, rampas con pendientes mayores al 12%, registros sin tapa y puestos ambulantes que invaden cada centímetro. No hay rutas definidas para sillas de ruedas ni señalización clara.
Según datos recabados por especialistas en movilidad y accesibilidad urbana, la CDMX tiene un rezago crítico: menos del 15% de las estaciones de Metro y Metrobús cumplen con criterios de accesibilidad universal. Más del 60% de las rampas en calles secundarias no están construidas según la norma técnica vigente.
Andrea relata que una vez salió volando de su silla por un bache. “Mi mamá empujó fuerte para pasarlo, pero la silla se atoró y me caí”. A pesar de ello, no han dejado de trabajar ni un solo mes. Los apoyos institucionales apenas alcanzan: recibe 5,200 pesos bimestrales del programa Bienestar, que no cubren sus medicamentos ni necesidades básicas.
Sobre el transporte público, menciona que los conductores a veces se niegan a subirla o argumentan que no hay espacio para guardar la silla. El metro es totalmente inaccesible, y con el Metrobús ocurre lo mismo: “A veces tienen rampas, pero nadie pensó en la altura entre la banqueta y la entrada del Metrobús. No puedo subir sola, y mi mamá ya no puede cargarme”.
Cuando le pregunto qué siente cuando la ciudad le da la espalda, guarda silencio unos segundos. Luego responde: “Tristeza. Me gustaría moverme más, conocer lugares. Una discapacidad no debería limitarme”.

Al final del recorrido, ya casi de noche, volvemos a su casa. Viven en un segundo piso. No hay elevador. Subir y bajar es una tarea titánica que requiere tiempo, fuerza y paciencia. A veces, simplemente no sale.
Antes de despedirme, le pregunto qué cambiaría si pudiera. Andrea responde que le gustaría que las banquetas estuvieran en buen estado, que las rampas se construyeran con estándares reales de accesibilidad y que las personas fueran más empáticas. No lo dice con rencor, sino con el deseo legítimo de poder “vivir más”.
Esa frase resuena todavía en mi mente mientras reviso las imágenes del recorrido. No se trata solo de rampas o transporte, sino del derecho fundamental a habitar y moverse por una ciudad sin ser excluida. Andrea no pide privilegios: pide respeto, empatía y condiciones dignas para todas las personas con discapacidad.
Porque lo que ella quiere, simplemente, es vivir más.



