La Bestia y La Selva: historias migrantes (segunda parte)

Portafolio y texto publicado en la revista Cuartoscuro 179 (diciembre-febrero)

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Purgatorio.
(Cauca, Colombia)

–¡Jason, no, Jason, no lo hagas!

El sujeto apunta nervioso el arma trémula, gira el cuello para mirar sobre su hombro, hacia atrás, no quiere ver su mano apretar el gatillo de la pistola hechiza ni mucho menos ver el rostro de espanto de su amigo de la infancia tirado en el piso. Suenan cinco disparos, Kevin se queda inmóvil. Como en el entretelón de un sueño que se desvanece mira a Jason subirse en la parte trasera de una motocicleta que lo espera en la esquina y hacerse pequeño hasta desaparecer por completo. Piensa en su hija, cree escucharla pero no sabe si alucina, está aturdido por el estruendo y el impacto de las balas, tampoco sabe si está vivo, no se lo pregunta, pero todo parece indicar que es el final.

En adelante los recuerdos son borrosos: va a bordo de una motocicleta con dos personas más, quien maneja y alguien que lo sostiene para no derramar su cuerpo moribundo en el suelo mientras la moto avanza zigzagueante esquivando baches y personas en las calles nocturnas de Puerto Tejada. Los ruidos de gritos y
motores a sus costados parecen venir de la lejanía y se hacen cada vez más distantes, hasta que pierde la consciencia. Más tarde, al salir del hospital sabrá que cuatro balazos lo alcanzaron, no es la primera vez que llega al hospital con herida de bala, pero en ese momento toma la decisión de que será la última, ahora tiene una niña pequeña. Tiene que irse de ahí y entre más lejos se vaya mejor.

–Me pegaron estos tiros un quince de noviembre, mi hija cumple años el dieciocho y yo tenía todo acomodado para hacerle su fiestica. Cuando caí al piso pensaba en la niña. No le pude celebrar los cumpleaños y no le he podido celebrar un cumpleaños en paz. En Puerto Tejada no se puede vivir bien, la guerra es cuadra por cuadra, si usted un día va para allá y no hay balas todo mundo le dice que juegue a la lotería, o sea que tiene suerte, porque es raro un día en que no haya bala.

Kevin lleva puesta una gorra morada de los Yankees y, como la mayoría de los migrantes a nuestro alrededor, calza unas botas de hule. El viaje inició al alba, salimos de Las Tecas, una especie de resguardo en el que una organización social de nombre Fundación Nueva Luz del Darién, va reuniendo a los migrantes que desembarcan de las lanchas de motor que los transportan desde Antioquia hasta el Chocó. Ahí, una vez pagados los 150 dólares que les cobran por la travesía, a veces centenas y a veces miles de migrantes pernoctan antes de adentrarse al Tapón del Darién, una masa de selva que sirve como frontera natural entre Colombia y Panamá. Tras bambalinas, el grupo criminal que controla el acceso y tránsito por la selva del lado colombiano, el Clan del Golfo, se queda un porcentaje del dinero recaudado.

Según informes de las autoridades panameñas, desde enero y hasta septiembre de 2023 alrededor de 350 mil migrantes han pasado por esta selva con rumbo al norte del continente, siendo de origen venezolano más de la mitad de ellos. Ante la imposibilidad de bienvenida en aeropuertos y aduanas, los migrantes optan por atravesar caminando esta selva inmensa en la que la amenaza de bandidaje, animales y bichos ponzoñosos, sed, hambre, y peligrosas crecientes de ríos, se cobra la vida de incontables caminantes. Incontables no solo por ser alto el número, sino porque la mayoría de los cuerpos quedan sepultados en el lodo y olvidados bajo la corriente de sus ríos.

Antes de decidirse a cruzar el Darién con Nueva York en la mira, Kevin se trazó España como destino, una tía le había ofrecido recibirlo en casa mientras se establecía económicamente. Dos veces pisó territorio español, pero las dos veces, al bajar del avión, fue devuelto a Colombia. Las revisiones en el Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas fueron minuciosas, los guardias aduanales lo miraban suspicaces. La primera fue en abril de 2021, en aquella ocasión no logró pasar el primer filtro aduanal. Volvió a intentarlo un año después para correr con la misma suerte, aunque ahora, después de una revisión a sus tenis para ver si no escondía nada
prohibido en las suelas, avanzó esperanzado hacia otro filtro.

“¡Ah! Entonces vienes a conocer el estadio del Real Madrid, el Bernabéu?, Muy bien. ¡El mismo cuento de todos!”

Volvió a Colombia desmoralizado, pero sin perder la esperanza de atravesar exitosamente una frontera.

–Los policías se reían del cuento del Real Madrid y me devolvieron otra vez. Aún sigo pagando esa vuelta a mi cuchita, parce.

Estamos sentados en un tronco a la mitad de una pendiente muy inclinada, la última y más pronunciada antes de llegar al cuarto campamento dispuesto por la organización que controla el paso por la selva. Llevamos buen ritmo. Mientras descansamos vemos a nuestro alrededor los rostros exhaustos del resto del grupo de ochocientos migrantes que salieron al amanecer, escalando como pueden las interminables laderas.

–¿Por qué decidiste irte de Colombia, por la violencia en tu región o por trabajo?

-Las dos, parce… no alcanza, he intentado ya salir adelante de muchas formas. ¡Pero no!, mucho sufrimiento. Usted trabaja y paga el arriendito y la comida, pero nunca ahorra nada. Pero lo que me tenía con la urgencia de salir del país es la violencia, mano. Primero me fui a Cali, pero en Cali es la misma película, brother. Puerto Tejada es un pueblo muy pequeño pero los que lo mueven son gente grande que están regadas en todo Colombia, entonces de nada sirve moverse de Puerto Tejada a Cali porque ahí también están.

–¿Quiénes?

-En Puerto Tejada se mueven las pandillas y son apoyados por grupos al margen de la ley. Cada una tiene su diferente patrocinador. Por ejemplo, están los elenos (ELN) y las FARC, esas son dos organizaciones que siempre están peleando y cada uno coge a un grupo de allá. Cuando la voz viene, desde arriba, la gente se mata entre sí. Por nada, mano, nadie tiene nada en contra de nadie. Se matan entre vecinos y gente con la que uno creció. A uno le dicen: métete a esta pandilla, te vas a ganar 700 mil mensual sin hacer nada, solo de vez en cuando toca que hagas un daño por ahí. Pero entonces el otro grupo se da cuenta y también le ofrecen a usted algo.

Entonces viene la pregunta, y siempre es la misma pregunta: ¿blanco o negro? La respuesta mía fue gris, ese fue el error, por eso me tocó irme del país. Unos meses después de haber sido devuelto de España, Kevin se enteró que su prima, quien vivía desde niña en Ecuador, emprendería el viaje por la selva hacia Estados Unidos junto con su esposo y su hija, ambos ecuatorianos. La violencia que comenzaba a azotar el Ecuador, así como las cuantiosas cantidades que los grupos del crimen organizado cobran como cuotas o “vacunas” a los comercios y pequeñas empresas, había llevado a miles de ecuatorianos a abandonar su tierra y emprender el viaje al norte por la selva.

-Le tocó cerrar el negocio en Ecuador, por las vacunas, era mucho dinero el que les pedían, mano. Ella ya conocía mi problemática y me invitó. Y claro, parce, de una me vine. Es la misma maricada, Ecuador, Colombia, Venezuela, tú sabes, en todos lados está la película, y si no estás en la película te comen.

Una mujer quechua de origen ecuatoriano pasa a nuestro lado andando con firmeza, tiene un niño en el rebozo, y camina con sandalias y mirada seria. Hace unas horas intenté saber más acerca de ella, pero al acercarme descubrí que su español era escaso. En los últimos meses, el promedio de personas que cruzan por la selva está entre los 1.500 y los 3.000 diarios. Más del cincuenta por ciento son venezolanos, le siguen los ecuatorianos (13%), haitianos (11%) y colombianos (3%). El resto es un mosaico de nacionalidades, etnias y culturas: India, Cuba, Nepal, China, Brasil, Togo, Ghana, y un largo etcétera.

A lo lejos, en una pequeña planicie entre pendientes, avanza la prima de Kevin cargando en hombros a la niña, y un poco más atrás, haciendo un esfuerzo inhumano, su esposo, un hombre inmenso y barbón con camisa de tirantes, jadea mirando el suelo apoyado sobre sus rodillas.

Aunque no es demasiado alto, calculo que pesará por lo menos 110 kilos. Dos días después, sabré más tarde, la dejará abandonada a su suerte con la niña en Panamá y él tomará otra ruta. En el grupo viene también un señor en muletas al que le falta una pierna, dejamos de verlo hace algunas horas, quedó rezagado entre los últimos caminantes; un joven cargador colombiano parte del equipo de guías de la organización, se había ofrecido para asistirlo voluntariamente hasta la frontera con Panamá. Nos preguntamos, quizá todos lo hagan, cómo podrá soportar el suplicio de la travesía completa, la cual apenas inicia y ya ha mancillado la entereza de más de uno. Días después nos enteraremos que no logró soportarlo, como nos enteraremos que un par más del grupo tampoco salió vivo de la selva, o si lo hicieron, fue hacia un destino desconocido. Al inicio del camino el entusiasmo era evidente en los rostros ávidos de avanzar en su camino hacia “La USA” -Estados Unidos-, un lugar mítico y lejano, una especie de olimpo terrenal, horizonte idílico que tiene al dólar como valor de cambio y en el que, según se cuenta, que al llegar los pesares que acarrea la realidad humana se disuelven súbitamente.

Pero la selva mostró rápidamente a los viajeros la distancia que separaba su recién comenzado viacrucis del sueño americano. Reticentes al inicio a aceptar las solicitudes de los guías y cargadores, sherpas de la selva colombiana, que a cambio de negociables tarifas de cuarenta a cien dólares ofrecían sus servicios para llevar sus mochilas o cargar a sus hijos, atrapados ahora en el estómago fangoso del Darién, cansados, casi rendidos, mujeres y hombres cambiaban por dicho servicio el poco dinero que aún conservaban o no demoraban en deshacerse de todo lo que no fuera imprescindible, lo que en la selva quiere decir deshacerse de todo o casi todo, conservando a veces únicamente el agua y escazas prendas. Los migrantes van dejando tirada gran parte de la ropa, mochilas, zapatos, biberones y demás aditamentos que consideraron esenciales al partir temprano en la mañana. Tras el éxodo humano va formándose un camino
de basura.

Mientras tomamos un breve descanso, Kevin mira sonriente en la pantalla de su celular un video que grabó la tarde antes de dejar Cali e iniciar el viaje. En él se ve a un muchacho alegre, cantando y saltando con un grupo de amigos al unísono con el resto de hinchas en el Estadio Olímpico Pascual Guerrero. Su equipo, el América, derrotaba al Deportivo Cali 5 a 2. El video fue tomado apenas hace unos días, y la diferencia entre el joven de la pantalla y el que está sentado frente a mí es notable. El del video es un muchacho festivo, airoso y aliñado, cobijado por el canto de un estadio y el afecto de sus amigos, lejos aún de ser tragado por las fauces humedecidas del Darién y arrojado al incierto camino de fango, bandoleros y serpientes que lo espera al interior de la selva.

Al caer la tarde la mayoría de los migrantes del grupo que salió de las Tecas agota los últimos pedazos de la selva colombiana. Algunos más ágiles estarán ya adentrándose en las profundidades de la parte panameña, otros, los menos aptos para sus veredas, vienen desperdigados, solitarios o en pequeños grupos, algunos kilómetros atrás. Aún no se esconde el sol, pero el azote de sus rayos al colarse por la espesura del cielo selvático es menos severo.

Una pareja de venezolanos vacila con un chino. Ríen y le hacen señas para que se siente, intentan descifrar si desea descansar y compartir con ellos unas galletas y una lata de atún. Ante la imposibilidad de pronunciar su verdadero nombre lo han bautizado como “Chan”.

Aunque no son los únicos asiáticos en los caminos del Darién, a diferencia del puñado de nepalíes y del grupo de jóvenes de Sri Lanka, Chan, junto a su esposa y sus dos hijos, viajan solos y su inglés no es solo pobre sino inexistente. La pareja ayuda a Chan y a sus hijos con una traducción rudimentaria que consiste en gesticular y mover las manos y cabeza para indicar hambre, cansancio, afirmación o negación y gastar de vez en cuando una broma a la que Chan y su esposa responderán de manera cortés con pequeñas risas desorientadas. Nos cuenta que lo conoció tres días atrás en Necoclí mientras esperaban en el muelle para comprar los boletos de la lancha hacia Acandí. Le dio pena dejarlo solo pues se percató de que Chan era víctima de todo tipo de abusos, estafas y bromas de mal gusto. Desde entonces viajan en grupo. Mientras descansamos, los hijos de Chan brincan ligeros sobre los montículos de lodo. Gritan y ríen jugando entre los adultos que toman bocanadas de aire rendidos en el suelo.

Su inocencia inmaculada parece salvarlos de la angustia reflejada en el rostro de sus padres, no estar enterados de los peligros que acechan el camino, sobre todo en la parte panameña de la travesía, los sitúa imaginariamente en una ruta distinta a la que atraviesan los mayores a su alrededor. Al menos espero que así sea mientras los observo desde unos metros más arriba correteando de un lado al otro.

Un venezolano sonriente y bonachón con quien iniciamos la ruta avanza cargando su mochila y la de una joven dominicana, igual de alegre, que viaja sola y que camina con él compartiendo su entusiasmo caribeño. Al vernos, se acerca y le da una palmada amistosa a Kevin en la espalda.

–Vamos, marico, ¿cómo le gusta echar cuento no? Levántate, negro, que ya se ve la Estatua de la Libertad ahí atrás, huevón. ¡Arriba todos!

Nos levantamos, hay que continuar la caminata. Avanzamos el último trecho del Darién colombiano, y alcanzamos la cima de la vertiginosa loma. Ya pisamos territorio panameño. Los guías y cargadores colombianos comienzan a replegarse, tienen miedo de que la Senafront, la policía migratoria panameña, los encuentre. Me despido de Kevin, su prima, y su sobrina. Los veo bajando la pendiente y seguir hasta perderse en la distancia. Las banderas de múltiples naciones amarradas a los árboles anuncian la llegada a Panamá. En adelante quedará para los migrantes la parte más dura de la travesía selvática de más de 110 kilómetros que inició en Acandí, en el Chocó colombiano y termina en Bajo Chiquito, un pequeño poblado panameño.

En la selva del lado de Panamá los espera un camino tortuoso y una incertidumbre acentuada aún más por los relatos de conocidos y familiares que ya han cruzado: robos, hambre, asesinatos, violaciones, panteras acechando en la oscuridad, una intensa sed y el agua de ríos llenos de cadáveres como única posibilidad de saciarla e, incluso, la aparición de espíritus que hacen a uno extraviar el camino y perderse en la oscuridad impenetrable de la selva.

El colega fotoperiodista que me acompaña y yo pasaremos la noche en las hamacas instaladas en el cuarto campamento. Comienza a anochecer mientras desandamos el camino en esa dirección. Uno de los encargados de los guías, un joven de Medellín con una tenue cicatriz en el pómulo y un radio en la cintura, me pide que le haga una foto, pero antes de posar se pone un pasamontañas. Al percatarse de que soy mexicano se muestra inquieto, quiere saber si me gustan los corridos tumbados, si he estado en Culiacán, si me sé las canciones de Peso Pluma.

Otro más, un mulato de ojos verde pistache y rostro severo que camina más adelante, mira la escena con gesto incrédulo: “Uy, parce, yo que usted no me dejo sacar esas fotos, quién sabe que hagan con ellas estos periodistas”. “No mames, son pinches mexicanos, güey, ¿dónde están las morritas?, Órale, cabrón”, contesta riendo el joven antioqueño mientras se quita de nuevo el pasamontañas.

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