LA LAGUNILLA, NADA ES LO QUE PARECE

Por Pedro Anza/ Fotografías de Juan Pablo Cardona
Otro domingo en la Ciudad de México, el mercado de La Lagunilla, cientos de curiosos re- buscando entre las baratijas, uno de ellos trae su cámara al hombro, es Juan Pablo Cardona y está decidido a encontrar el mejor precio.
“Buenas, ¿cuánto por esa valija de cuero, señor?”. No hay respuesta, una fiera reconoce a otra, se cruzan las miradas como dos bandoleros que se miran fijamente sin dar aviso ni evidenciar la inminencia del disparo. El arte de regatear Juan Pablo lo conoce muy bien, ha estado visitando La Lagunilla por más de cuatro años con la constancia y la disciplina de un atleta de alto rendimiento; el vendedor, que ha desarrollado callo y sensibilidad para poder medir la pedrada que lanzará al sapo, se perfila y esboza, bajando la mirada tímida y en un tono que se pretende espontáneo y firme, su premeditada respuesta –“1, 200, era de una familia de origen turco que vivía en El Pedregal, viene de Turquía”– ha fallado el tiro.
Juan Pablo es un perfeccionista, ha limado su arte y su técnica, puede “ver más allá”, olfatear la mentira, la falsedad, ver el aura, el marchante lo sabe y, como tomando una última bocanada de aire, redobla un inútil esfuerzo: “Para ti en 1, 000, Juan Pablo, nomás porque eres cliente”. Sin una palabra más, el trato se cierra en 800, ha dado en el blanco, la bala fue certera.
Quedamos de vernos en un café del Centro de la Ciudad, en la avenida Bucareli. Llego y nos saludamos, volvemos al silencio, por un lapso de medio minuto no intercambiamos más palabras, noto que revisa el menú a detalle con el sigilo y la atención de un arquero, como si de la decisión que está a punto de tomar dependiera algún asunto fundamental, existencial; se acerca la mesera y Juan Pablo pide el menú del día, yo sólo pido un agua mineral con limón y una salsa para totopear.
“Pide algo, hombre, no me dejes comiendo solo”, dice Juan Pablo amistosamente, así que decido acompañarlo entonces con una orden de frijol refrito, es domingo por la tarde. Le pregunto si estuvo en La Lagunilla, me responde que sí y, directo al grano, me cuenta de cómo llegó ahí, qué lo llevó, la soledad, la búsqueda, la necesidad de rodearse, de llenar vacíos. Durante la conversación hablamos de muchas cosas, las pupusas salvadoreñas, María Sabina, el Dalai Lama, el arte contemporáneo, el Laberinto de la soledad, los viajes de hongos alucinógenos, pero, subyaciendo a toda las palabras, siempre como hilo conductor la melancolía, melancolía que se convierte en su fotografía.
Su encuentro con la fotografía es producto de azares, una falla en el esquema, caminos errados que lo llevan, irremediablemente, a confrontarse con su propia voz. Su madre y su nana se fueron, quedó solo. Me cuenta que creció muy cercano a su nana, su familia se dedicó a la venta de telas, su papá fue zapatero; su madre, diseñadora, todos sus abuelos también se dedicaron a la confección de vestidos de noche y a la venta de telas.
Estudió Diseño Industrial en la Universidad Anáhuac y, de alguna manera, entró a trabajar después de su carrera a Relaciones Exteriores, donde se le da la oportunidad para trabajar en Atlanta. Su sino, su semblante, parece proyectarse en la diplomacia, pero una de esas rarezas del destino, ese tipo de accidentes, serendipias o sincronicidades que a veces estropean bruscamente nuestros importantes planes fijos, apareció: “La parte de trabajo que me habían prometido no se dio, no surgió, ya sabes cómo es el trabajo de gobierno, era cambio de sexenio, no se respetaron las decisiones del sexenio pasado, me quedé bailando en Atlanta”.

Varado a su suerte, después de haberse preparado para una larga estadía diplomática y ya habiendo arrendado un lugar para vivir, se acerca a la comunidad latina; en un barrio encuentra una tienda de vestidos de novia, para ello tiene callo, ha trabajado en eso toda su vida, así que pide trabajo. Los señores –Don Óscar y su esposa, que eran salvadoreños– lo recomiendan con su hijo José, que inicia una empresa de fotografía de eventos; le dan la oportunidad de hacer fotografía los fines de semana mientras, entre semana, trabajando en ventas en la tienda, Juan Pablo “amarra” el paquete de fotografía vendiendo los vestidos de xv años.
En ese entonces, Juan Pablo le agarra gusto a la fotografía, la cual ya conocía de reojo cuando los domingos en su adolescencia hojeaba en la Librería Gandhi los trabajos de Graciela Iturbide, Francisco Mata, Yolanda Andrade y otros fotógrafos mexicanos. Con una cámara en sus manos, que no sostenía desde sus tiempos en la universidad en algún curso de diseño, empieza a experimentar, a dar libre flujo a su creatividad, pero ellos lo devuelven a la realidad de la fotografía de eventos sociales, le piden algo más enmarcado, lo cual lo lleva a explorar modos distintos de retratar.
“Me iban marcando una pauta de encuadre social, yo me quería poner creativo, los novios en el reflejo en un charco de agua en plena ciudad, no, no, no, decían”. Pronto entró en calor: “Me valió madres la parte del consulado, ya no se dio, me voy a quedar aquí haciendo foto, me va bien”. Sin mapa ni plan comienza a entrenarse.
Pasa tres años en Atlanta, trabaja en condición de ilegal por lo que cada seis meses tiene que regresar a México; en una de esas entradas y salidas al país, su madre se enferma, tiene entonces que regresar a México a ver por el negocio familiar, las hermanas están casadas, la nana está sola en el negocio… regresa, pero ya está entonado con la fotografía y busca mentoreo, así que se mete a estudiar fotografía de arte en la escuela de Saúl Serrano, donde dura seis años desarrollando su propia forma de contar historias. Para ese entonces la nana fallece, eso lo obliga a frecuentar menos las clases, pues tiene que atender el negocio, pero comienza a tomar mucha fotografía por su cuenta.
Ahí inicia su primer proyecto, Agrio tiempo, “un proyecto muy personal, de mirada muy introspectiva, entender lo que me estaba sucediendo y ponerlo en imagen… puras miradas hacia adentro, era una cuestión de yo tratando de ubicarme emocionalmente y lo iba vaciando fotográficamente”. Tiempo después su madre fallece. Estos eventos dolorosos van dibujando las imágenes de su agrio tiempo y parecen inaugurar un peregrinaje; rengueando, emprende una especie de búsqueda consciente, un arrojar tanteando, preguntas al mundo, un renacimiento y una gestación, como Jonás en el vientre oscuro de la ballena; así, escupido desde la profundidades de su propia mirada, emerge y busca recoger en el andar las respuestas a las preguntas que siembra, es arrojado a las orillas, ahí se encuentra con un circo campesino, donde comienza a levantarse, ser su verbo, crear, a interactuar fotográficamente con un mundo, que no es ya solamente su mundo interno.

Sí, Juan Pablo emerge del umbral doloso con nuevos ánimos, reconciliado con su dolor. Sus temas, sus Cuadernos de viaje India, El circo, La Lagunilla y otros que cocina bajo la manga hoy en día, la manera en que llega y se relaciona con su trabajo, siempre van ligados con su experiencia interna, a su búsqueda, su melancolía y entusiasmo, por eso lo atrae La Lagunilla, donde destellan rostros y máscaras deformes.
Además, ahí Juan Pablo encuentra un nicho, un refugio, una familia, comienza a sentirse en confianza, a hacer amistad, con los marchantes, los vendedores, que lo invitan a sentarse con ellos a platicar, a comer, “llega un momento en que me siento en plena confianza en el lugar, empiezas a intimar más, ¿qué te digo? Hoy por hoy llego a La Lagunilla y todos los marchantes: ‘Juan Pablo, ven, tengo una lámpara para ti, tómame una foto’, se da de manera natural”. Juan Pablo llega a La Lagunilla como un buscador, como un fiel comprador, regateador, no como fotógrafo.
Es hasta después, ya aclimatado, que inicia su relación fotográfica con el mercado: “Me reconozco como un aferrado pepenador, estar entre cosita y cosita buscando, selección, como en la foto, así soy en todos los aspectos… a ver, una lámpara de leche dañada, unas fotografías antiguas, del Porfiriato, siempre estoy negociando, regateando, en la vida igual, en el regateo, en la búsqueda, en las ganas de encontrar el premio mayor”.
Su madera de pepenador se traslapa en sus fotos tomadas en La Lagunilla. Es quizá la conjunción de su carácter minucioso, detallista, perfeccionista, de ávido buscador de respuestas y generador de preguntas, junto con el acto mismo, real, de pepenar entre las chácharas y enfrenarse al regateo, lo que da como resultado un trabajo fiel a La Lagunilla, es La Lagunilla retratada por un ávido lagunillero. Nada es lo que parece.

Juan Pablo sabe que el magnetismo que lo imanta al mercado viene de la carga emocional de estos objetos en el olvido, en algún lenguaje se comunican con parte de sí que resuena con ellos, lo buscan, le hablan como hablan al marinero las sirenas, con una sonoridad inaudible para la frecuencia del oído humano, quizá audible para una ballena o un murciélago. Al llegar a estos objetos encuentra ánimos y encuentra ánimas, los ánimos que impregnan estos objetos, las manos que pasaron por ellos, son su alma, su fragancia: “Desde que entras a La Lagunilla las cosas tienen como una vibra, una melancolía atrapada en los objetos… estas cosas viejas llaman a este tipo de ánimos y conectan”.
Las fuerzas y factores humanos se personifican en actores curiosos. Ve, por ejemplo, a La Llorona, que encarna el dolor de la pérdida, vestida de novia: “Una vez tomando fotografías vi una chava vestida de novia vendiendo su vestido a los puesteros, ¿qué trae esta mujer, que le pasó?, le pregunto: ¿Cómo está?, bien, dice que vende el vestido de novia, una depuración… Se llama Perla, llamaba la atención, era abogada, estuvo casada…. estaba fracturada”. Me cuenta del día que miró de frente a la urbe desnuda, cuando se descubre el velo que viste la cotidianidad, no hay pelos en la lengua en este bazar, mira avanzar entre el gentío dominical a una mujer desnuda: “Me ha tocado ver una vieja desnuda caminando por La Lagunilla”, no es una belleza délfica la que Juan Pablo observa atravesar el bazar, es la belleza tosca de una ciudad en canicas, en greñas, “guapa… desde este punto kinky, urbano”. Me imagino a la mujer desnuda, le platico a Juan Pablo que conozco poco el bazar, he estado ahí hace algunos años.
“Tienes que ir a La Lagu, ahí se dan este tipo de situaciones… ahí no se sale de la norma, en La Alameda sería una indigente o una enferma mental o la robaron, ahí en La Lagunilla, no”. Ahí esas situaciones no importunan la naturalidad del movimiento, no contradicen la racionalidad o el flujo del lugar, recorrámosla con las fotos de Juan Pablo en donde podemos anticipar la melodía de un niño, un Beethoven en potencia y su piano que parece rescatado del Titanic, mirar a La Llorona buscando deshacerse de su dolor vestida de novia; hacerse un corte de pelo mientras, frente a ti, en el espejo retrovisor de un Chevrolet Impala del 67 ves reflejado a un señor y a su ventrílocuo sosteniendo una acalorada conversación; al terminar el corte, caminando un poco, se respiran inciensos y aroma de hierbas fumables e infumables, hay alfombras persas que –con la ayuda de una de esas hierbas– pueden hacer como que vuelan; dando vuelta a la esquina, puede uno encontrarse con la fotografía imponente de un expresidente pelón, que en cualquier otra región del país hubieran decorado con una cola, unos cuernos y un par de patas de cabra, pero aquí su honor se mantiene intacto, y es que aquí Dios y el diablo son amigos.
Al doblar la esquina, hay que descalzarse porque hay un charco donde se hunde el último recuerdo de una madre y su hijo, o puedes evitar el charco y estamparte de frente con el vendedor de tarántulas de broma, estos personajes, estas realidades que Juan Pablo busca dentro y fuera de sí y que da escape y expresión a través de su lente, parecen salidos de Macondo. Nada es lo que parece.

El estilo de Juan Pablo parece ir definiendo y cristalizando una huella después de haber atravesado el limbo de su agrio tiempo, aunque sus contornos no son tan claros, le pregunto entonces: “Si tuvieras que definir, por el afán de definir, tu estilo, el tipo de fotografía que haces, ¿cómo la nombrarías?”.
A botepronto responde: “Realismo mágico, eso que puede ser real pero con un twist de surrealismo, magia, mexicanidad… la mexicanidad en el sentido de algo que irrumpe algo que debería ser ordenado”. Sí, el mundo de Juan Pablo es macondiano, un Macondo toreado, a la mexicana, algo parecido al Comala de Rulfo. Un mundo de aparecidos, de ánimas en pena, de colores, ventrílocuos, monedas y mapas de todo el orbe, animales de circo, payasos, viajeros, vestidos, desvestidos, cuadros viejos. Lo mexicano o eso que Juan Pablo así nombra, viene del fondo de la historia intentando emerger, ser expuesto, otras plumas, otros pinceles, otras lentes, en imágenes y palabras lo han intentado asir ya, escapándoseles irremediablemente de las manos, de los cajones; aun así, esa irracionalidad de lo cotidiano, esa mexicanidad pulsante en el seno de la capital del país fascina a Juan Pablo: “Nosotros vivimos en ellos, entonces no nos damos cuenta, pero en paralelo o en distancia, somos muy disruptivos, nos gusta, no somos gringos”.

Las fotografías de Juan Pablo van marinándose entre las rarezas, exuberancias y exotismos que traspasan la línea de demarcación de lo cotidiano, como un surrealista bazar en la Ciudad de México o el tras bambalinas de un circo rural itinerante. Quizá de ese lado del telón, tras el escenario del teatro de lo cotidiano, Juan Pablo encuentra una cara más sincera de lo humano, la amargura, la carcajada desatinada, la imperfección necesaria, imperfección que armoniza, devuelve el aliento, devuelve la cordura, el payaso que hacía reír a chicos y grandes entre flashes hace unas horas era perfecto, ahora fuma un cigarro mirando a una mujer de tremendas nalgas desfilar frente a sí y, con una sonrisa maquillada en su rostro, esconde una mueca de la lujuria más exquisita, ahora es más perfecto. Nada es lo que parece, nada sabemos, vemos nada más las sombras, como Platón, que bailan proyectadas en la pared de la caverna.
Juan Pablo ha desarrollado su método, el mundo lo interpela y lo sabe, se vale de todo para guiarse, la intuición, el inconsciente, los astros, los mapas, la ciencia, el esoterismo, la confianza y la desconfianza, haciéndose preguntas y aguardando la respuesta, establece diálogos consigo mismo, ¿qué mejor lugar para ir en busca de las respuestas que un paisaje bazaresco donde la racionalidad, el cartesianismo y la previsibilidad del mundo civilizado se pone en tela de juicio?
Los sentidos se abren, ahí tienen que abrirse, si no quieres que “te lleven al baile”, nada es lo que parece, “hasta el más chimuelo masca turcas”. En las imágenes de Juan Pablo, delante y detrás de ellas, se reconoce la misma hambre del pepenador que no ha comido en días, el mismo tesón y los mismos bríos del buscador de tesoros, la misma fiereza del cazador de recompensas. Se brega, se trabaja, se busca, se pasa hambre pues no sólo de pan vive el hombre, la vaca no da leche en teoría, sólo después de ordeñarla.

Terminamos la conversación hablando sobre la situación de la fotografía hoy en día. Aunque respeta y valora el trabajos de algunos fotógrafos mexicanos contemporáneos, mira con insatisfacción el panorama, la carencia de arrojo y fuerza en los trabajos, la justificación en el discurso: “Si no me emociona una imagen, si no se mueve una tuerca adentro, en mi interior, se me hace frío y, hoy por hoy, hay una tendencia fría en la fotografía, hoy por hoy la fotografía se tiene que explicar en un statement en cuatro cuartillas. ¿Eso es lo que me querías decir?, la inmediatez de las circunstancias de hoy en día frente a la tecnología y te lo dice la maceta en el pasillo”.
Después de tres rondas de totopos, dos aguas minerales y dos órdenes de frijoles refritos, hay que pagar la cuenta, Juan Pablo apenas termina el postre, come con el mismo sigilo y premeditación con el que miró el menú, nos despedimos. Unas palabras resuenan en mi cabeza al caminar rumbo al Metro. Sólo lo que tiene alma se va al cielo.
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