LA VIDA ALREDEDOR DEL MURO

[slideshow_deploy id=’52567′] Por Ana Luisa Anza
Barrotes de acero herrumbrosos que se yerguen como si de Su Majestad se tratara. Mallas chaparras que sí, están, pero se confunden con el paisaje desértico que alcanza a verse desde donde juegan los niños. Barda necia que, un tanto inútilmente, insiste en prolongarse en un mar que se niega a erigirse en una imposible barrera de agua.
De diversas formas —unas amenazantes, otras endebles, como si sólo estuvieran ahí para cumplir con el requisito— está siempre ahí: presente, visible, protagonista indiscutible de fronteras arbitrarias que no tienen mayor función que la de separar.
El “muro”. Así, con comillas. O El Muro, con mayúsculas. Nadie tiene necesidad de mayor explicación al escuchar su nombre porque de éste se han derivado expresiones —como “el otro lado” o “la línea”— que son parte ya del léxico de todos los días: mexicanos, centroamericanos, sudamericanos y, más recientemente, caribeños tienen clarísimas las implicaciones del significado del verbo “cruzar”.
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