Christa Cowrie y Frida Hartz: Osadías y cautelas en dos órdenes fotográficos

Texto: Raymundo Ramos

Publicado en la revista 56 Cuartoscuro (septiembre-octubre 2002)

En la fotografía (desde el punto de vista de las miradas) se ven palimpsestos transparentes que se detienen en el cuerpo opaco del referente. El ojo del fotógrafo ve a través de la luz -por la luz-, pero también a través de las lentes y selecciona lo que ve; pero la cámara, en cuanto intermediaria del ojo ve, lo que puede ver según la calidad técnica de sus dispositivos; por último, los ojos, ajenos al proceso de captación primaria ven, a su vez, lo que pueden y lo que desean ver en la recomposición del objeto que les es dado, mediante una hermenéutica propia aplicada al objeto. Normalmente, la ficción es que todos vemos lo mismo (el fotógrafo, la cámara y el observador), pero en realidad, existen variables sutiles sobre lo captado y cada quien ve cosas distintas.

Digamos, que el fotógrafo quiere captar la imagen en espejo de un joven que atraviesa un charco de agua, que le sirve de materia reflejante (la capta) pero, tal vez, la cámara va más allá y duplica un arbotante, del que cuelga un farol-cuya bombilla transparente parece decapitada-: se ha recogido un existente posible no necesariamente intencional, y para el que mira la fotografía, el arbotante parece el báculo de un papa dejado en el paragüero de una estructura geométrica, que hace de un edificio un baculario. ¿En la intención de quién estaban todos los mensajes?

La analogía imperfecta (encuadre, tamaño, contraste, color, modelo) es, ciertamente, la que define al objeto fotográfico por su reconocimiento, y permanece congelada -no necesariamente estática- con sus invitaciones al significado; pero al no haber fragmentación del signo en dualidad lingüística el código no se forma, sólo permanece el continuo visual interrelacionado icónicamente. «Y así queda revelado -explica Roland Barthes el particular estatuto de la imagen fotográfica: es un mensaje sin código. De esta proposición se hace impredecible deducir de inmediato un corolario importante: el mensaje fotográfico es un mensaje continuo».

A pesar de esta falta de puesta en común (la ausencia de codificación estricta, digamos, biunívoca) existen más mensajes superpuestos al de la reproducción analógica de la realidad. Realidad que en realidad no es sino la de la propia fotografía que se representa a sí misma, pero que despliega en el receptor el sentido secundario del «tratamiento» de la imagen bajo una acción creadora, que nos remite al horizonte cultural de la sociedad que recibe el mensaje permeado por la ideología. Ideología socializada si priva la temática; estetizante si se acentúa la forma.

Este empalme del propósito del fotógrafo con el espectador nos llevaría, si acaso, a «leer en la fotografía los mitos del fotógrafo, fraternizando con ellos (…) Estos mitos tienden evidentemente (los mitos sirven para esto) a reconciliar la fotografía y la sociedad). Este es para Roland Barthes el studium, pero el punctum -que está ahí objetivamente es un desplazamiento emocional del punto de vista del receptor, que constituye de otra manera el centro de interés del documento icónico. Parecería que el punctum sale a nuestro encuentro como un elemento perturbador. «El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)».

Una extraña combinatoria de este «pensamiento visual» -como lo llama Rudolf Arnheim-es lo que nos permite, finalmente, determinar el «estilo de un fotógrafo». Esa ontología de papel entrebuscada y entrevista, pero sobre todo construida con el oficio del ojo amarrado simultáneamente al cerebro límbico del artista (la residencia de las imágenes emotivas) y la corteza razonadora que organiza las analogías culturales entre el referente y el objeto creado, que es quien le otorga un sentido (en busca de códigos de relación) a los espacios aproximados por su lectura. Si en estas aproximaciones existe una unidad mínima de significación, ésta no reside en un indescifrable iconema sino en la relación cultural misma. Nada fácil, en cuanto la búsqueda continua, y ésta no se puede llenar con una pura superposición de connotaciones simbólicas primarias, sino en una espacialidad de contigüidades culturales.

El clic de la cámara dispara la teoría y la polémica: el artista oficia, no necesariamente construye hipótesis. La crítica de la representación deberá reconstruir los hipotextos de todas estas visiones empalmadas, que puntualizan la analítica del producto creado. El manejo del material visual no es, entonces, una simple representación de imágenes en la que se captan ideas, «de la misma manera que se coge un resfriado», exige una cultura visual metódica y rigurosa. La red de relaciones visuales constituye la iconicidad del sistema y eso parece ser es lo que determina el estilo.

En los materiales de Christa Cowrie (Hamburgo, 1949) y de Frida Hartz (México, 1960) lo que a mí me interesa no es tanto la temática de sus fotografías en cuanto fórmula de relación de su sintaxis icónica; esto es, la aproximación de las masas plásticas y su forma de diálogo con la resignificación en el proceso cultural de recepción. Lo que de veras importa es determinar algunas formas de expresividad, que en ambas podría ser un método de aproximación a su oficio y a su arte de reproducción creativa (o de creación reproductiva); arte y oficio porque son tejné y poiesis de la imagen, por más que estemos lejos del diccionario y la enciclopedia de una matriz dura de signo lingüístico. Pero sí estamos cerca de una semiosis de relaciones culturales con idiolectos propios. Parecidos estilos por su semejante formación en el reportaje periodístico, pero distales en las estrategias reproductivas del objeto fotográfico.

En Christa Cowrie es evidente el momento pregnante de una imagen central recortada sobre fondos de preferencia planos (oscuros o de intensidad lumínica: indígena con bandera de fondo) donde se detiene la acción interior y se prefigura la venidera: sus figuras nacen del movimiento embrionario de un tiempo espacializado donde permanecen en potencia de formas sucesivas (el torso modelado en luz y sombra de Ko Morobushi es un Laocoonte de la moderna fotografía). Si lo suyo es la danza, en los tablados aprendió observando la teoría del espacio escultórico de Lessing. Su plasticismo modela, en una milésima de segundo, una suerte de expresionismo visual que procede por síntesis metonímicas, donde se toma la causa por el efecto o viceversa: ¿es la distancia la que crea el efecto de la mirada? ¿O es la mirada la que crea el espacio entre el ojo que mira y es mirado? El «instante en que no se puede ser analítico» es el momento de la transmigración, de la transnominación al bloque sintético, a la expresividad un tanto declamatoria y dramática, cuando los ácidos muerden la línea y se comen el fundeado en beneficio de la escultura a punto de caminar, en que se rodinizan los negativos en la bandeja.

Se trata, pues, de encontrar algunas constantes de la forma y no de un puro elogio a la tenaticidad. Tal vez, en esa retórica del accidente visual se esconden las posibilidades del documento gráfico que busca en la reinsidencia su estilo. Escribo con la memoria visual del testigo periodístico y unas cuántas reproducciones a mano. Lo demás, sería inventar a Christa y al sutil espionaje de su estilo.

Frida Hartz, es lo mismo y otra cosa. Lo mismo en el trabajo de la oficiante: la recta ratio fuctibilium, como la manera simple de hacer las cosas mejores. Pero absolutamente distinta en los procedimientos, porque parece trabajar –a contrario sensu– por acercamientos analíticos en que la relación de sus masas plásticas determinan el efecto visual de los conjuntos. En sus figuras no duele el dolor aislado -hecho plasticismo- sino la colectivización de los contrastes; a veces, la pura dualidad dialéctica de un tránsito de expresiones complementarias.

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