VIENTO DE LA MEMORIA

Por Ana Luisa Anza
Qué tremendamente duros son esos paisajes a los que aligera el cielo que, aunque enérgico y perturbador, nos permite un respiro; qué espesas las sombras que se asoman a fantasmagóricas formas de una naturaleza que nos asombra, que tendríamos que casi tocar –o apenas rozar– para darles la posibilidad de ser reales; qué enormemente intensos los contrastes en ese viento que plasma el instante de la posición de una nube, un pájaro fantástico o pedazos de tela que flotan en un espacio que los contiene sólo en ese momento, nunca más.
David Lauer explora el reino de luz sobre las formas: de pedazos de algo, de flores agrestes, de caprichos creados por el tiempo o las areniscas o los elementos, de los paisajes hechos con base en la sequía o la abundancia. Hay que imaginarlo luego de largas caminatas, sobre picos escarpados, en las laderas de un cerro, en el polvoso camino que conduce a ningún lugar o en las ruinas dejadas por lo que quizá fue un asentamiento humano. Allá va, buscando meticulosamente el momento, atesorando el objeto, capturando la mancha que una imagen negra y desdibujada deja en la roca, definiendo la línea que el filo de la sierra ha de marcar en el cielo que lo cobija.
Como explorador, va echando en su cámara –como si fuera una mochila– las vivencias acumuladas, fragmentos de naturaleza que atesora quizá para entenderse y comprendernos, seres minúsculos y efímeros, tan pequeños en el universo infinito. Ya después, quizá en la seguridad que da el techo que lo cubra, podrá diseccionar sus hallazgos y unir las partes. Dice Lauer: Como trashumantes deambulamos por los llanos y barrancos, por los callejones y los vericuetos de la imaginación y del deseo buscando lo nunca antes visto, lo elocuente, lo irrepetible; divagamos al acecho de nuevas perspectivas de lo conocido, conscientes de que lo visto desaparece inmediatamente, pero confiados en que su fulgor vivirá más allá de nosotros.
Colecciono pedazos de lo que creo ver, impregnados de lo que no puedo ver, y reúno ecos distantes del cosmos para un tapiz de reflejos. Y ahí está ese tapiz. Uno tejido de cielos y nubes tercas, de flores que espinan, de cactus que se consumen como los cuerpos de todos a la luz del sol, de fósiles que se empeñan en disfrazarse de vida, de antojos extravagantes de una roca que nos reta a que adivinemos su forma, del viento intenso cuyo ulular podríamos oír si la imagen hablara más allá de su lenguaje natural… de todos esos elementos que nos recuerdan quiénes somos y por qué estamos.
[La serie] …reúne imágenes –disímiles pero complementarias– que considero elocuentes; círculos, espirales, ondulaciones, pedazos de la memoria, fósiles que rescatan lo asombroso, frágil y fugaz que es la existencia. Son visiones de desastre y ensueño, de la expansiva y diminuta grandeza que es nuestro entorno […]. La memoria sirve para mostrarnos cómo llegamos hasta donde nos encontramos y, a la vez, mantener viva la inspiración necesaria para encontrar los senderos que nos sacarán del laberinto. Vemos las imágenes y nos apropiamos del espacio. O eso quisiéramos: adueñarnos de la inmensidad así sea por un instante. Caminar lo andado y dejarnos llevar por la sensación del calor del sol sobre nuestra cabeza, la tierra en la cara, el dolor de los pasos en sendas difíciles.
Contemplar, sin embargo, la inmensidad de lo creado y sólo así, al comprender, encontrar el sosiego. La exploración del reino de la luz y del mundo de la materia nos dirige a la raíz de todo descubrimiento: la duda y la pregunta. La memoria se va desangrando en el tiempo. El viento nos calma con su ritmo y arrasa con todo lo que ya no sirve…
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