Un bestiario mítico: las canciones de Tomás Méndez
Gonzalo Lizardo
Para meditar con provecho sobre la obra de Tomás Méndez, compositor fundamental de la música mexicana, debemos establecer una cosa: más allá de las consignas patrióticas, como México no hay uno, sino muchos Méxicos. Más que un mosaico de motivos planos que se repiten de manera simétrica, lo mexicano es un caleidoscopio: un amasijo inestable de figuras diversas que se dispersan o superponen. Basta comparar dos canciones que utilizan un mismo símbolo, para discernir esta diversidad en los terrenos de la música. Por ejemplo, recordemos El casamiento de los palomos, de Francisco Gabilondo Soler, cuyo coro repite, jubiloso: “Los palomos se casaron / Ay, qué gusto que nos da / Currucú cutú, Currucú cutú”, en contraste, la canción más célebre de Tomás Méndez se lamenta, con dramático falsete: “Cucurrucucú, paloma / Cucurucucú, paloma / Las piedras jamás, Paloma / qué van a saber de amores”.
Más allá de su gusto por las fábulas animales, el contraste entre ambas obras no podía ser más dramático. Como autor urbano que busca conmover la sensibilidad infantil, Cri-Crí hace de los palomos un símbolo de fidelidad y ternura conyugal, respaldados por una sociedad que bendice su unión con una tremenda pachanga. Para Tomás Méndez, cantor por excelencia de la provincia rural, la paloma simboliza el destierro de una mujer, casi fantasmal, que despeña su alma en el abismo de una pasión, anegada de llanto, alcohol y muerte. Algo similar ocurre en otra canción, casi tan famosa, donde el mismo símbolo, aunque pintado de negro, representa a la mujer fatal, que juega con sus amantes como juega el diablo con las almas que ha corrompido:
Ya agarraste por tu cuenta la parranda,
paloma negra, paloma negra ¿dónde andarás?
ya no juegues con mi honra, parrandera,
si tus caricias deben ser mías, de nadie más.
Estos versos reúnen algunas de las imágenes que mejor caracterizan la obra de Tomás Méndez: el hombre que llora en la cantina, la mujer traicionera, la invocación del amor pretérito, el exaltado llanto por el dolor presente. Se trata de un hombre que aguanta sus penas como las aguanta un macho, es decir, llorando. En ese sentido, sus letras retratan cabalmente un prototipo que fue divulgado adentro y afuera de nuestras fronteras por medio del muy mentado “Cine de Oro” nacional: el mexicano como un charro borracho, mujeriego y cantador, para el cual la violencia y el dolor son señales que reafirman su naturaleza varonil, criada en los valores mestizos de caporal: el hombre cuyo corazón no tiembla para matar a sus rivales, ni para llorar a ríos por un amor perdido. Porque, como dice la canción, “las rejas no matan / pero sí tu maldito querer”.
Además de las dolencias de este personaje arquetípico, hay otro tema fundamental para Tomás Méndez: la Naturaleza, tal como se encarna en los animales y en los paisajes de nuestros rumbos. Si examinamos sus más notorias creaciones, descubriremos que para Tomás Méndez los animales representan las fuerzas del mundo natural, no sólo las fuerzas exteriores, como el relámpago o la tempestad, sino las internas, como los celos y el despecho. Como ejemplo baste el “Huapango torero”: aparte de que sus compases mezclan con gracia dos géneros musicales, sus versos nos cuentan una historia muy nocturna y muy sangrienta. El drama existencial de un chiquillo que está llorando, para no variar, aunque esta vez no llora por culpa de una mujer, sino porque trae ganas de toro, urgencia por consumar su indomable y matadora vocación:
Se empiezan a acomodar las estrellas en el cielo
y rumbo hacia los trigales se ve a un chiquillo que va resuelto;
él quiere matar a un toro, su vida pone por precio.
Pero, como dice el refrán, el que busca encuentra, y resulta que el demonio atiende su plegaria, y le proporciona al niño un toro que al mismo tiempo complacerá su deseo y cobrará su precio. Con una imagen, maravillosa y terrible, se resume el desenlace: en el momento de su “triunfo” el niño ve caer del cielo los pañuelos blancos con que se premia a las mejores faenas, aunque luego nos enteramos de que está alucinando, pues no son pañuelos, sino fúnebres palomas que descienden, como lágrimas, para honrar la agonía de ese niño: un pequeño valiente que desea poseer al objeto de su pasión o morir en el intento, para que sea lamentada su muerte y maldecida la figura de quien lo ha matado. La moraleja resulta ambigua: por más que el coro de este “Huapango”, enfurecido, acuse al astado de ser un “toro, toro asesino / ojalá te lleve el diablo”, me parece evidente que el diablo, cuando venga, no se llevará al animal, sino al alma de ese niño que para matar la ha empeñado.
Podemos pensar, sin embargo, que ese “toro asesino” no sea sino una metáfora: una forma figurada para nombrar a ciertos impulsos primitivos del hombre: las míticas pulsiones que lo empujan hacia la muerte entre los cuernos de un toro, herido por la puñalada trapera de una mala mujer, atravesado por esa bala perdida que sin querer queriendo le quita la vida… o ejecutado por un gallo giro, como aquel que protagoniza “La muerte de un gallero”.
Para los griegos antiguos, cabe recordarlo, no existía pecador más despreciable que aquel poseído por la hybris: por la certeza de ser igual a los dioses, sin ninguna ley que limite sus impulsos. Es el caso de don Luis Macarena, quien, cegado por una blasfema soberbia, desafía a la Fortuna cuando apuesta “mi vida contra tu vida / y no te me vas a rajar”. Por ello, el gallo de su enemigo prefiere simplificar el trámite, como si en él encarnaran las fuerzas vengativas del Olimpo: en vez de atacar al gallo rival, ataca directa y salvajemente al enemigo de su dueño, al villano de Chiconcuac, en una de las estrofas narrativas más logradas de la música mexicana: “se le estrelló en el pecho / se le estrelló en la cara / y con fieras cuchilladas la vida le arrebató”. Si lo pensamos dos veces, el gallo que remata a Macarena no es un gallo cualquiera, sino el avatar de los dioses, que así consuman su venganza, cantando con alegría frente al palenque enmudecido.
En resumen: sin olvidar que al mismo tiempo florecía en nuestro país otro México, el de ambiente urbano, catrín y danzonero donde triunfaron Agustín Lara, Cri-Crí o Arturo de Córdoba, debemos valorar la obra de Tomás Méndez por dos motivos fundamentales: porque expresa, como muy pocos saben hacerlo, a ese México mítico y bravío, vernáculo y moridor, cuyo sistema de valores aún perdura, más allá de toda posible crítica, bien enraizado en nuestros genes; y, sobre todo, porque sabe despertar en nosotros, con su talento y virtuosismo, un auténtico entusiasmo por la vida y el amor, una genuina piedad por los seres de este mundo y los padeceres más turbios del corazón humano.
Real de Catorce, San Luis Potosí
hey, muy bueno el análisis, casi no encuentro datos sobre Tomás Méndez, y quisiera sabr sobre la historia o razones o cuentos que hay detrás de la canción Paloma Negra,,,, ah que buena es esa rola!!
Felizidades me quedo sin poder escribir después de leer este artículo tan hermoso. Gracias de todo corazón al escritor por hacer este trabajo.
Hola y felicidades, Tienes razón en la intención de Tomás con Paloma Negra, solo que esta canción evoluciono con la extraordinaria interpretación de Lola Beltrán y fue hecha propia de genero femenino, y la paloma negra se convirtió en el reflejo de una parte de la sociedad mexicana, esa tan cruda y tan escondida que sufre la enfermedad del alcoholismo, por una parte la paloma parrandera mujeriega con el respaldo de una tradición machista y por el otro el amor de una mujer abnegada, desconsolada, con una honra pisoteada, atada por la misma sociedad machista, «Hay momentos en que quisiera mejor rajarme» pero no le es permitido, debe seguir su agonía. Por eso raras veces encontramos una buena interpretación, como puede una mujer cantarla si no ha vivido en carne propia estas penas o peor si ni siquiera las puede imaginar. Para mi Lola (En Bellas Artes), Chavela (1996 «somos») y tal vez por ahí Lila (2008)