Sergio Tapiro: para atrapar a un volcán
Texto (Marina Saravia) y fotografías (Sergio Tapiro) publicadas en la revista CUARTOSCURO 139 (agosto-septiembre 2016)
Las crisis suelen ser fructíferas. Lo sabe Sergio “Tapiro” Velasco quien, por 2002, envuelto en sus penas, tomó su cámara y buscó espacio y respiro en las faldas del volcán. Se fue por las brechas para huir de la ciudad y apartarse del mundo, para estar en armonía consigo y fotografiar la nieve, las cañadas, las vetas, la bruma, el paisaje, el fuego, la ceniza, las nubes del volcán.
Catorce años y 300 mil fotos después, Tapiro logró una que le mereció el premio World Press Photo, que será vista por millones de personas en 50 países, que puede convertirse en ícono pero, sobre todo, una imagen que marca en su carrera un antes y un después, no por la fama que pueda vestirlo ahora —es consciente de la brevedad del aplauso— sino por las puertas que se abren para otros proyectos en torno al volcán que, vale decir, es el centro de su vida. Tapiro ha construido una relación particular con la naturaleza en evolución, experiencia que lo ha marcado profundamente a fuerza de observar en primera fila y muchas veces en soledad la lava que chorrea, los flujos piroclásticos o las columnas de ceniza; de escuchar las explosiones, las piedras rodando, la voz del volcán. Por eso ha aprendido a dimensionar la fragilidad y pequeñez del ser humano, la fugacidad de la existencia.
“El fotógrafo de volcanes se vuelve por instantes tan antiguo como la tierra, testigo del principio de todo. Es sobrecogedor y hasta amenazante”, me cuenta Tapiro una calurosa tarde de junio, en un café de Colima, donde nació en 1971. “Pero cuando el volcán está tranquilo y sólo escucho el ruido de la noche y se ven las estrellas, vivo una sensación de paz y plenitud que llenan mi interior”.
Quizá estas vivencias extremas, paradójicamente cercanas y opuestas, despertaron en Tapiro una obsesión por fotografiar el volcán. Al principio le urgía tomarlo todo. Como si fuera a huir, quería atraparlo desde todos los ángulos, mañana, tarde y noche, con lluvia y con nieve, a sol y sereno. No tenía un objetivo claro, salvo compartir con la gente las bellezas de un paisaje que lo tenía fascinado. Como dice él mismo, era un fotógrafo “postalero”.
Pronto se percató de que podía ir mucho más allá. Comenzó a tratar a geógrafos, documentalistas, vulcanólogos, geólogos y a vecinos de las comunidades aledañas. Se le abrió un mundo de conocimientos, amigos e intereses. Al poco, sin tequila ni canciones de José Alfredo, olvidó las penas que lo habían llevado al volcán.
En 2005 retomó su vida con un proyecto concreto. Por un lado comenzó a trabajar en el periódico Milenio recién fundado en Colima y por otro, definió tres líneas para abarcar de manera integral su trabajo en el volcán: la paisajística, que es como un divertimento gozoso por la cantidad de ángulos, atmósferas, colores y luces que pueden captarse; la científica, relacionada con la preservación de la naturaleza, los riesgos y amenazas; y la antropológica, ligada a la gente que vive, que respira y que siente el volcán.
También cambiaron los por qué de Tapiro. Al principio quería tomar la mejor foto del volcán, la más bella. Ahora lo que busca es comunicar la emoción que siente al ver lo que ocurre, capturar los momentos mágicos e irrepetibles que ofrece la naturaleza y plantear una historia, generar puntos de vista, jugar con la estética, con la geometría y crear algo de misterio. “Una buena fotografía”, dice, “es como un telegrama: debe transmitir un mensaje de manera directa, precisa, contundente yal mismo tiempo sugerir, generar posibilidades de interpretación”.
Una de las fotos preferidas de Tapiro en ese sentido es “la de la camioneta”, a la que llama “Parecía el día del juicio final”, imagen por la que recibió recientemente el Premio Estatal de Periodismo en Colima.
Una camioneta roja, en un camino, con las puertas abiertas; pareciera que está a punto de ser devorada por el oscuro flujo piroclástico que se avecina. ¿Dónde están los tripulantes?, ¿tuvieron miedo y huyeron?, ¿llegó el flujo hasta el vehículo? La imagen despierta muchas preguntas.
“La realidad es que había venido un amigo de la Agencia efe porque el volcán estaba en uno de los períodos más activos de los últimos años. La mañana del 10 de julio de 2015 fuimos a fotografiar cerca de La
Yerbabuena, Comala, detuvimos la camioneta y nos bajamos a colocar y preparar las cámaras”, relata. “En eso comenzó a surgir el flujo. Tenía todo listo para tomar la foto. Son suertes, no casualidades”.
A veces hay suerte, a veces no. Depende de si el volcán quiere jugar con Tapiro. Para él es un tío bromista que lo hace rabiar negándole lo que como fotógrafo espera, o un bonachón que de pronto lo asombra con un momento mágico premiando su persistencia y tenacidad, como sucedió el 13 de diciembre de 2015, mes en que Tapiro durmió, a medias, veinte noches en el campo acechando al volcán, porque sabía que algo grande iba a pasar. Y así fue. Cuenta Tapiro que la del 13 era una noche especialmente clara, fría y estrellada. A las 10:54 se conjugaron todas las circunstancias para que se diera la magia: el volcán hizo una gran explosión, la nube de ceniza subió velocísima y alta, totalmente vertical, un enorme rayo surgió por la fricción de las partículas iluminando la escena como un enorme flash… “y yo estaba allí, a 12.5 kilómetros, con el dedo en el disparador”.
¿Qué sigue en la carrera de Tapiro? “Con el volcán no queda más que hacer planes a largo plazo”, dice con su característica y fácil sonrisa. “Continuaré registrando su actividad y sus cambios hasta que se dé una explosión pliniana, como se espera, similar a la de 1913, o hasta que yo ya no pueda tomar fotografías, lo que ocurra primero”.
Yo espero que haya otra salida y que el volcán sólo nos regale, como hasta ahora, momentos mágicos que se congelen como obra de arte en la lente de Tapiro.