Rutilo Patiño: en espera de un espacio
Texto y fotos publicados en el número 23 de la revista cuartoscuro (marzo-abril 1997)
Enterrados. Literalmente enterrados, siete mil negativos y placas esperaron ser descubiertos para que alguien les hiciera un espacio en la historia de la fotografía en México. Gustavo López, historiador y fotógrafo guanajuatense, se propone empezar a desenredar la madeja de esa historia, la que comenzara con el encuentro fortuito – en plena remodelación de una casa— de 60 negativos que un amigo le entregó. Preguntando aquí y allá, llegó entonces a Jaral del Progreso, una pequeña población en lo más profundo del Bajío. Protegidos por los excrementos de murciélagos y pájaros que poblaban ocasionalmente el cobertizo, encontró las cajas. Y los negativos, casi todos intactos al paso del tiempo.
Del fotógrafo jaralense Rutilo Patiño (1880-1962), hay pocos datos todavía. Que si tuvo contacto con la fotografía en Guadalajara, que dedicó la vida a su trabajo en el estudio, que tenía un sólo pulmón y fumaba exageradamente, que respondía a los cánones de la época negándose a enseñar la magia de las imágenes a sus hijas porque «no es de damas estar en un cuarto oscuro», que después de un período de creatividad se abandonó a las fotos de filiación, que no dejaba que los muertos llegaran a su estudio porque prefería retratarlos en su ambiente.
El trabajo de campo es aún virgen. Falta explicarse la inclusión, en sus imágenes, de elementos al parecer simbólicos y el quién o quiénes los determinaban. Y sobre todo, por qué o para qué. El retrato de tres muchachos de corbata podría repetirse en diferentes estudios, de diferentes regiones, de diferentes fotógrafos. Pero no el perico, la pelota y la muñeca que los adornan, dándole un significado hoy desconocido a esa foto en particular. Y la velación de un puerco a cargo de unos aparentes borrachines. Aunque evidente puesta en escena, sólo podemos intuir su significado, su profundo sarcasmo hacia quien aún nos es desconocido.
De forma repetitiva, escarbando en sus negativos, las mujeres se visten de hombre. ¿Parte de un festival? Cabe una enorme duda. De las circunstancias en que esa foto fue tomada no sabemos nada: sólo podemos contemplar, no sin asombro, a las cuatro mujeres que, encorbatadas y en actitud masculina, viajan a través del océano pintado en los telones de fondo. O del «revolucionario» que posa junto a un posible hermano y su madre. Basta examinarlo un poco para percibir detrás del bigote postizo, la cara de mujer, el arete en la oreja y, más abajo, caderas y cintura femeninas. Otra vez, sólo podemos lanzar hipótesis y quedarnos en el por qué irresoluble.
De deducciones puras, y a falta de un base sustentable, López aventura algo sobre el carácter de Patiño: «Son creaciones de alguien muy perverso o de una ingenuidad desbordante», dice. «Son fotos que hablan de un interior muy profundo y se da la libertad de hacer cosas que en una ciudad más grande quizá no se hubiera atrevido a hacer».
López considera al fotógrafo como el cuarto personaje alrededor del cual gira la vida de un pueblo —los otros serían el párroco, el boticario y el tendero-, con la función específica de convertirse en instrumento de la memoria de la comunidad.
Elemento imprescindible de la historia de esa población, Patiño podría ser la clave de la vida que hoy se pierde al morir los viejos. Es ese en parte el enfoque que José Antonio Rodriguez, crítico de la fotografía, da al archivo de Patiño. Y de esa historia que sólo podemos imaginar a base de intuición, el texto de Julieta Lozano.