Paz (1898-1966) Del álbum familiar
Silvia González de León
Texto por: Silvia González de León
Recuerdo que visitar en familia a mis abuelos paternos cada fin de semana en las Lomas de Chapultepec era motivo de gran gozo que compartíamos mis tres hermanas y yo. Eran días que salíamos de la rutina, nos consentían y jugábamos con los primos. Tenían una casa grande con jardín, en la que vivían la abuela Paz, el abuelo Alberto y el más joven de sus hijos hombres, el tío Juan, de quien yo era favorita. Así como tres sirvientas y la hija de una de ellas, que trabajaban incansablemente para mantener la casa limpia y en orden. En épocas de fiesta, como el fin de año o el cumpleaños o santo de los abuelos, se sumaba Concha, una prima de Victoria, la cocinera, que venía del estado de Puebla para ayudar en los trajines de la cocina.
Magdalena era una anciana que había sido la nana de mi padre, quien nos tenía especial cariño por ser sus hijas. Creo que Victoria no era tan vieja, es difícil calcular la edad de las personas mayores cuando eres menor, pero había estado al servicio de la familia por décadas. Lupe era la recamarera y hacía los innumerables mandados; era una mujer joven, alegre y fuerte, a pesar de su baja estatura, y madre soltera de María Luisa, otra niña con quien jugábamos.
La cita para comer era a las dos de la tarde, los nietos tomábamos nuestros alimentos en la cocina según íbamos llegando, donde nos sentíamos a gusto porque no había reglas de mesa ni regaños. Victoria guisaba delicioso, mi abuela la había instruido con recetas europeas heredadas de su madre y su abuela, que atesoraba en unos cuadernos. Pero también la hacía preparar platillos veracruzanos, pues le encantaba ir al Puerto con el abuelo. A mí me fascinaban los frijoles negros de Victoria, cocinados con manteca, aunque comía tantos que siempre regresaba a casa con indigestión.
Era muy agradable el ambiente en esa enorme cocina, pues las tres mujeres nos hacían bromas mientras preparaban su propia comida mexicana: picosas salsas en molcajete, tortillas hechas a mano y sabrosos platillos que acompañaban con el pulque que Lupe traía de Tacubaya. Recuerdo a Magdalena sentada junto a la ventana, quien aprovechaba que estábamos ahí para pedirnos ensartar sus agujas, porque durante la semana zurcía de todo y ya no veía bien. Era vanidosa y nunca quiso usar anteojos. Tenía el pelo canoso, largo, y trenzado de lado. A pesar de su avanzada edad, todavía se pintaba los labios de rojo.
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