LOS AGUAMIELEROS ZACATECANOS, UNA TRADICIÓN DE OTRO TIEMPO

Texto y fotos de Pedro Anza
Manuel Mireles es uno de los seis aguamieleros de Hacienda Nueva, un poblado en el municipio de Morelos que aún mantiene viva la tradición y el oficio de extraer este líquido del corazón del maguey cada mañana antes de que salga el sol y al caer la tarde.
A las cinco y media sale diario de casa a recolectar el aguamiel y raspar los magueyes, vuelve enseguida a darle de comer y cepillar a su burro Simón; filtra el líquido para limpiarlo de insectos, sube a Simón a su camioneta y se dirige a las calles del centro de la ciudad de Zacatecas a vender el producto de la planta y su trabajo.
En Zacatecas, el aguamiel no se extrae con guaje, como se acostumbra en Hidalgo y otros estados de tradición pulquera del Valle de México, sino con una venencia, una panza metálica con dos tubos que cumple la misma función que su símil del centro del país.
De linaje aguamielero, Manuel tenía 16 años cuando su padre le enseñó el oficio que, a su vez, su abuelo le había enseñado a él. En ese entonces habían mas aguamieleros en Hacienda Nueva que iban a vender la bebida a Zacatecas y otras ciudades. Antes, según cuenta Manuel, la gente estaba mas habituada a beber del líquido. El aguamielero recorría las calles de la ciudad desde las siete de la mañana voceando el nombre de la bebida. Los vecinos salían, compraban su litro y le indicaban qué otro vecino podría estar interesado en el elixir; había que llevar mas garrafas en el lomo del burro y la venta se terminaba mas temprano, a pesar de ser muchos más los aguamieleros que deambulaban por la ciudad en ese entonces.
Hoy las cosas han cambiado, muchos jóvenes miran extrañados al señor del burro y su bebida, ¡cosa del pasado!, algún vestigio arqueológico sin mucho sentido, lo miran y siguen de largo. Los aguamieleros de Zacatecas ya no recorren las calles, se plantan en un sitio y esperan a sus clientes, quienes en general rondan los cincuenta años de edad.
“¡La necesidad!”, dice Manuel después de pensarlo por unos segundos cuando le pregunto si disfruta su trabajo. “Como luego dicen, la carga hace andar al burro, si es bonito este trabajo, nomás que es mucho trabajo, muy laborioso, porque desde las cinco de la mañana hay que andar activos: se levanta uno, se echa un cafecito o algo, y hay que darle de almorzar al burro pa que venga bien almorzado y ya se va uno a sacarla y todo eso”.
Sólo cuatro burros cargan garrafas de aguamiel hoy día en la ciudad de Zacatecas, Simón es uno de ellos, acompaña a Manuel todos los días desde hace tres años. Según cuenta Manuel, hasta hace no muchos años la mayoría de los aguamieleros de Hacienda Nueva cargaban a sus burros con las garrafas y caminaban hacia la ciudad por caminos y brechas de los montes que la circundan.
“Cambió por la mancha urbana, o como se diga pues, que va creciendo, abrieron un boulevard que va por allá por Galerías y como quien dice nos taparon el paso para pasar con los animales, mucho muy peligroso, entonces últimamente unos lo dejan encargado, otros como yo en mi camioneta lo subo y nos lo llevamos”.
La ciudad se reconfigura y el nuevo orden parece sólo tener lugar para la tradición detrás de las vitrinas y en los pasillos vacíos de los museos, pero eso no impide que en poco mas de tres horas las garrafas de aguamiel estén vacías, Simón y Manuel se dirigen entonces en silencio por el costado de la avenida hacia el parque donde los espera estacionada su camioneta roja. Una señora los detiene, pregunta a Manuel si aún queda aguamiel, él asiente y, mientras recolecta en un vaso de plástico el líquido sobrante de las cuatro garrafas, Simón aprovecha para devorar los pastos altos de la jardinera de la Secretaría de Turismo; algunos niños se acercan a acariciarlo, pero el jumento los rechaza cortés, entonces retoman su camino.
Suenan sólo los motores de los carros a contrasentido y las pisadas melódicas de Simón cuando el sol de la tarde comienza a colorear de naranja las paredes de la ciudad colonial. Los dos, Simón y Manuel, van sumidos en el mismo silencio del fin de la jornada, o del fin del primer turno, cómplices ambos en el trabajo duro. Al subir a la camioneta se dirigirán a Hacienda Nueva, donde Manuel, después de dejar a Simón en su corral y almorzar, se encaminará otra vez hacia las pencas de maguey a sorber el líquido y raspar la planta que quedará llorando toda la noche y hasta el sereno, cuando Manuel se levante antes de que los gallos lo despierten y recolecte de nuevo el líquido dulce que beberán en ayunas hombres y mujeres en las calles de la capital.
Mientras acomoda las garrafas y a Simón en la caja de su camioneta pick-up le pregunto si le gustaría agregar algo, y sin dejar de hacer lo que hace me responde en voz baja y apenas audible “que toda la gente que venga de por ahí a vacacionar a Zacatecas, que venga, ahí estamos en el centro, se tome su aguamiel, para que no muera esta tradición”, los veo alejarse por el empedrado antiguo, ambos impasibles miran a lontananza, a otra ciudad, a otro tiempo.
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