La responsabilidad de ser fotoperiodista
Por Carolina Romero
Adriana Zehbrauskas siempre ha viajado por los caminos de tinta que están marcados entre las páginas de los periódicos.
Del oficio de su padre, el periodismo, aprendió que con las notas y reportajes podía aproximarse a los hechos más fascinantes, reales e interesantes, lo que la enamoró a grado tal que su sueño siempre fue contar sus propias historias.
Sin embargo, ya en la universidad, la predilección que sentía por las letras se fue disolviendo poco a poco en el carrete de fotografías que tomaba con su cámara. “Mi idea era ser escritora, no fotógrafa”, comenta Adriana, quien decidió formar parte de un mundo que considera de rigor y exigencia diaria, pero también de muchas satisfacciones: el del fotoperiodismo.
Tras terminar sus estudios, Adriana viajó a Francia para aprender lingüística y, a la par, dar sus primeros pasos en la fotografía. Entonces, trabajó como corresponsal para un diario en Brasil y se acercó mucho a la teoría y a las imágenes de la escuela francesa clásica de Cartier-Bresson, Ansel Adams o Irving Penn.
Fue freelance durante algún tiempo, pero cuando la contrataron en el periódico Folha de Sao Paulo comenzó en la verdadera escuela del diarismo en los medios; pues, día a día, su reto consistía en explotar cada chispa de creatividad que le brotara para no caer en la monotonía de “hacer siempre la misma foto aburrida”.
“Era muy intenso el trabajo y al final acabas por seguir un mismo patrón: ‘ya sé hacer eso, pum pum, lo hago’. Por eso, en un momento sentí que para mí eso ya no estaba bien”. Así, empezó a trabajar en torno a la fe, su primer proyecto personal, y el que le abrió el panorama de una infinidad de realidades históricas, sociales y de conflicto que esperaban ser fotografiadas.
“Parar y hacer un proyecto que era un reto para mí, en el que no tenía que tener la foto, ni mostrárselo a ningún editor y que yo tenía la libertad creativa un parteaguas en mi carrera”, añade la fotoperiodista brasileña.
Así, de uno en uno, se empezaron a enumerar los proyectos y las experiencias que cada uno dejó en Adriana: la guerra de las drogas en México, la fe y la religión, los problemas de la migración y las desapariciones forzadas, entre muchos otros.
Para compartir esa parte de su vida y ayudar a formar y educar a las nuevas generaciones de fotoperiodistas alrededor del mundo, hace 10 años, Adriana se unió al equipo de talleristas del Foundry, Photojournalism Workshop, un proyecto que ha viajado por todo el globo para encontrar a quienes necesiten escuchar las experiencias de fotógrafos que han visto y vivido, tal vez, un poco más.
En cada clase, ella busca enseñar a sus alumnos que el fotoperiodismo no es un pasatiempo, sino que se trata de trabajar con constancia y disciplina para no desistir ante los retos y cumplir su misión: ser ojos y oídos de la gente para acercarles las historias que no pueden presenciar y prestarle voz a quienes no la tienen.
“La fotografía y el periodismo son sumamente difíciles. Los fotógrafos necesitan 10 por ciento de talento y 90 por ciento de trabajo diario, pero ese trabajo es muy duro y está muy lejos de las ideas que suelen tener de glamour y fama”.
Trabajo diario; desayunar, comer y cenar noticias; ser fotógrafo desde el amanecer hasta el anochecer; ser curioso, creativo, emocionalmente fuerte, atento y honesto son algunas de las cualidades que ella busca en los fotógrafos que empiezan a pensar en dedicar su vida a hablar del otro.
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