La fotografía como el no remedio para la nostalgia
«Debí tirar más fotos» de Bad Bunny me hizo reflexionar que la fotografía devuelve lo que creemos perdido y, al mismo tiempo, nos recuerda cuánto hemos dejado atrás
Los fotógrafos somos los autores anónimos de grandes imágenes. Nos movemos tras las cortinas de los sucesos históricos: el primer campeonato de un equipo, la llegada de un partido a la presidencia, la tragedia de un incendio, el rugido de un terremoto. Pero también estamos ahí en los momentos más simples y cercanos: un concierto que electriza, una boda que une, un cumpleaños que pasa como un suspiro. Capturamos las memorias de otros, pero ¿quién se ocupa de guardar las nuestras?
Esa fue una de las mil preguntas que se desbordaron en mi mente al escuchar la canción «Debí tirar más fotos» de Bad Bunny. Una letra que, a primera escucha, podría parecer el lamento por un amor perdido. Pero, con un poco más de atención, se convierte en un himno para la nostalgia: por la ciudad que dejamos, la colonia que recorrimos de niños, la casa y el cuarto donde crecimos y de los que tuvimos que despedirnos para seguir adelante.
«Otro sunset bonito que veo en San Juan, disfrutando de todas esas cosas que extrañan los que se van»
Estas palabras resuenan como un eco en el corazón de cualquiera que haya tenido que partir, cargando una maleta llena de recuerdos que se desmoronan poco a poco. «Disfrutando de noche’ de esas que ya no se dan. Que ya no se dan. Pero queriendo volver a la última vez«. Queriendo capturar lo efímero, atrapar lo fugaz con la imposibilidad de retroceder.
Esos instantes que un día nos llenaron de risa o de paz terminan diluyéndose en la memoria. Se vuelven frágiles, tambaleantes con el paso del tiempo, como hojas secas que el viento arrastra al olvido. Esta canción me recordó que veces desearíamos haber tenido la cámara en las manos, detener la corriente de los días con un simple clic, congelar aquello que tanto nos marcó.
La fotografía no es el remedio para la nostalgia; es su alimento
Es ese espejo al que miramos para revivir una y otra vez lo que ya no está. Es una árida caricia que, aunque no llena, consuela. Los colores desvaídos de una imagen, el grano de un carrete viejo o la nitidez cruel de lo digital nos transportan a un instante que ya no podemos tocar. Y ahí, en el umbral de ese recuerdo, siempre queda un espacio en blanco: la foto que no tomamos.
Quizá por eso la nostalgia agobia tanto a esta generación. No es solo un tema de edad, sino un fenómeno colectivo que define este momento histórico. Escuchamos frases como «la selección de antes sí jugaba con carácter», «los políticos de antes eran mejores», «antes hacían buena música». En este torbellino de idealización, la fotografía se convierte en un ancla y una fuga. Nos devuelve lo que creemos perdido y, al mismo tiempo, nos recuerda cuánto hemos dejado atrás.
Hoy reflexiono sobre el papel de la fotografía en la memoria individual. Un paisaje puede ser mucho más que un lugar; puede ser un pedazo de la infancia, el aroma de un verano lejano, la risa de alguien que ya no está. Pero las imágenes nunca son suficientes. Siempre falta un ángulo, una sombra, un detalle. ¿Cuántas fotos debimos tomar para aliviar esa ansia de volver? Quizá demasiadas, quizá ninguna sería suficiente.
Porque al final, la fotografía no es el remedio. Es el recordatorio de que hay cosas que solo viven en el corazón.