JULIO MAYO: CIEN AÑOS, MILES DE HISTORIAS
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Por Ana Luisa Anza
En el laboratorio de Foto Emilio, ubicado a unos pasos de la Gran Vía de Madrid, un jovencísimo Julio Souza pasaba su primera prueba como impresor de tarjetas postales. Sabía de fórmulas químicas, de contar tiempos sin reloj, de trabajar 100 copias sin diferencia en los sepias. Apenas unos días antes habían terminado sus años en la guerra, sus dos entradas a la cárcel, su vida en un campo de concentración.
Con las 18 pesetas de ése, su primer empleo, corrió a la Zapatería Zagarra para desechar el calzado con agujeros recubiertos de cartón. Aún como “desafecto al régimen” logró volver a Madrid, a buscar la que había sido su casa familiar antes de la guerra: en Fernández de los Ríos 31 ya no había espacio para él.
Sólo para franquistas. Su madre, su hermana y su hermano Cándido se habían refugiado en Valencia, mientras que Paco —el mayor de los vástagos— la hacía de fotógrafo favorable a “los rojos” a través de sus publicaciones en Mundo Obrero.
El fingido huérfano —solo y con una familia de la cual no podía hablar por temor a represalias, pero la cual había logrado asilo en México— buscó entonces una pensión donde dormir: una mazmorra en un callejón llamado, paradójicamente, Libertad.
Apenas comenzaba su nueva vida fuera de trincheras cuando a la casa de fotografía llegó don Miguel Milá, un catalán que, sin mucho protocolo, le ofreció trabajar en cine como foto fija de sus películas. El ofrecimiento de paga lo dejó con la boca abierta y, sin más, entró de lleno al mundo del cine.
Para continuar leyendo adquiere la revista Cuartoscuro 146, a la venta en Librerías Educal, Sanborns y en el kiosko digital Nubleer.
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En el laboratorio de Foto Emilio, ubicado a unos pasos de la Gran Vía de Madrid, un jovencísimo Julio Souza pasaba su primera prueba como impresor de tarjetas postales. Sabía de fórmulas químicas, de contar tiempos sin reloj, de trabajar 100 copias sin diferencia en los sepias. Apenas unos días antes habían terminado sus años en la guerra, sus dos entradas a la cárcel, su vida en un campo de concentración.
Con las 18 pesetas de ése, su primer empleo, corrió a la Zapatería Zagarra para desechar el calzado con agujeros recubiertos de cartón. Aún como “desafecto al régimen” logró volver a Madrid, a buscar la que había sido su casa familiar antes de la guerra: en Fernández de los Ríos 31 ya no había espacio para él.
Sólo para franquistas. Su madre, su hermana y su hermano Cándido se habían refugiado en Valencia, mientras que Paco —el mayor de los vástagos— la hacía de fotógrafo favorable a “los rojos” a través de sus publicaciones en Mundo Obrero.
El fingido huérfano —solo y con una familia de la cual no podía hablar por temor a represalias, pero la cual había logrado asilo en México— buscó entonces una pensión donde dormir: una mazmorra en un callejón llamado, paradójicamente, Libertad.
Apenas comenzaba su nueva vida fuera de trincheras cuando a la casa de fotografía llegó don Miguel Milá, un catalán que, sin mucho protocolo, le ofreció trabajar en cine como foto fija de sus películas. El ofrecimiento de paga lo dejó con la boca abierta y, sin más, entró de lleno al mundo del cine.
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