«Ir al origen» de Juan Pablo Cardona
Texto y portafolio publicado en la revista CUARTOSCURO 181 (junio-agosto 2024)
Los jóvenes surma miran a Juan Pablo a través de ese especie de símbolo de infinito hecho de ramas, como si fuera la promesa del inicio de un viaje eterno hacia el sitio donde el ser humano comenzó a andar, donde el homo se convirtió en sapiens.
El fotógrafo acepta el reto. Tan cerca como se le permite, contempla a los habitantes de los caceríos del Valle del Omo –esa región aislada de Etiopía donde conviven diversas tribus– cuando salen de sus chozas para decorarse de inmediato con el universo del que son parte.
Como integrantes de la naturaleza que los rodea, despiertan y se visten de la misma: flores en el pelo, mazorcas que cuelgan de la cabeza, ramas floridas en las orejas, gigantescas hojas que asemejan coronas verdes… La piel se convierte en lienzo que, día a día, hay que dibujar, ya sea usando patas de una gallina con ceniza para dejar un sello, o con el lodo blancuzco que permite adornar con plastas o crear delicadas formas de soles, así como puntos que enmarcan la intensidad de una mirada o las líneas de un brazo.
Engalanados de naturaleza, son parte de la misma.
Más de tres semanas ahí en un segundo viaje, le dan la oportunidad de adentrarse y contemplar tradiciones que nos resultan familiares de oídas, pero tan absolutamente ajenas: la de los platos labiales que deforman la boca de las mujeres pero evita que sean robadas; las dolorosas escarificaciones a navaja pura que facilitan el camino hacia la paz; el otorgamiento de una arma de alto calibre a la persona que muestre mayor cordura y congruencia en su diario vivir, así sea una niña de 12 años…
“No tengo idea de cómo los eligen, pero mientras estuve ahí las armas las tenían dos mujeres, una de ellas una niña. Son las encargadas de portarlas y guardar el orden”.
Un día, sin más, los hombres van hacia el río. Como niños, juegan en el agua y, unos a otros se tocan, en un baile de testosterona, para embellecerse la piel café-canela con diseños de lodo. Hasta entonces, todo son sonrisas y carcajadas. Quizá los testigos ajenos no lo saben, pero al día siguiente iniciará el Donga, esa lucha para elegir a la mujer con la que quieren reproducirse.
La comunidad participa en la ceremonia. Se forman grupos que se distinguen por la variedad de banderas. Los guerreros marchan con una especie de tocado de melena oscura, rodilleras de lujo y una piel de leopardo, armados de lanzas sin filo: el ganador del duelo será quien rompa a varazos la espalda del contendiente y quien elegirá a la mujer que desee de entre las más bellas.
A diferencia de lo que ocurre en otras sociedades no monógamas, los hombres tienen el derecho de tener hasta cinco parejas, pero las mujeres pueden estar con cuantos amantes deseen. Cuando una mujer requiera estar sola con una de sus elegidos, basta que éste deje la lanza fuera de la entrada de la choza para que se respete su intimidad.
“No hay amor, no existe ese concepto; la idea de la pareja es la procreación, que la tribu no desaparezca”, dice Juan Pablo. “La única relación de amor es de madre a hijo”.
Más que de las batallas y otras costumbres, el fotógrafo parece más sorprendido por el encuentro de la felicidad en lo más sencillo, en la búsqueda de las semillas para la siembra, en la belleza de una flor que ayer no estaba…
“Nosotros estamos acostumbrados a la acumulación”, explica. “Ellos tienen algo y lo disfrutan… si se pierde o se rompe o desaparece, siguen con su día a día”.
Quizá por eso es la paz que parece surgir de las tres mujeres que, sentadas en un tronco, son parte del grupo de viudas que deben vivir aparte y vestir de negro; o los ojos tranquilos de los niños que se amontonan para mirar a la cámara; o las extraordinarias imágenes que parecieran puestas en escena dentro de una escuela, ya abandonada, que fuera construida por la organización Médicos sin Fronteras hace ya unos años.
Juan Pablo siente la cosquilla de quien no ha terminado de explorar esa cultura que lo tiene atrapado. Ya ha conquistado con sus imágenes el área sur, ahora planea una expedición al norte del país.
Es parte de esa obsesión tan suya de encapsular en pixeles lo efímero, lo fugaz, lo que no perdurará a golpe de una globalización sin freno… y, sin embargo, sabe que podrá atrapar lo que nos conecta a todos con el principio de todo, con lo intocado, con una de las escasas culturas que mantienen su ombligo enraizado a tradiciones y costumbres.
“Me gusta ir al origen”, reafirma así el fotógrafo.
Tal vez, sólo tal vez, ese signo de infinito no planeado por los jóvenes surma, es un símbolo que habrá de marcar para siempre su relación con la alegría de los niños, con la mirada profunda de los ojos que lo miran, con la sorpresa del entendimiento ante las diferencias.
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