El desierto Rub-Al-Khali, hogar de grandes dunas

Entramos al desierto, y casi de forma automática, sentí que algo presionaba mi pecho y me impedía respirar, era una mezcla de adrenalina y miedo a la inmensidad. Miré a mi alrededor intentando encontrar el final de esas montañas de arena, pero fue inútil, supongo que esa desesperación experimentaban los marineros cuando buscaban con su catalejo un montículo de tierra después de meses de expedición. Intenté relajarme y confiar en el conductor que, sin usar ningún tipo de mapa o señalamiento, se introducía con velocidad al gran Rub-Al-Khali de Abu Dhabi: de pronto todo se convirtió en arena.

Antes de iniciar el viaje, nuestro guía explicó que haríamos varias paradas en el desierto que se extiende en la zona interior de la mitad meridional de la Península Arábiga. Ahí el miedo se convirtió en euforia, pues esas palabras me dieron la tranquilidad de que no estaríamos solos en el Cuarto Vacío.

Al estar un par de días en la moderna ciudad de Abu Dhabi y conocer la inmensidad del Burj Khalifa en Dubai, quería conocer algo “más real”, menos estructurado e intervenido por la mano del hombre, pues quién podría enfrentarse a un territorio inhóspito como lo es este hogar de enormes dunas. Tal vez lo que diré carece de experiencia, pues apenas vi un poco de lo mucho que albergan estos emiratos y sus habitantes, pero el lujo que venden como su mayor atractivo, también es su mayor defecto. Visitar los centros comerciales con exclusivas tiendas se convierte en la actividad favorita de los turistas.

El auto se detuvo luego de subir y bajar por las montañas de arena como si fuera en una montaña rusa. Llegamos a una granja de camellos; los turistas sacaron sus celulares y comenzaron a posar con los dromedarios que parecían estar acostumbrados al contacto tan cercano con humanos. Me alejé un poco del grupo y encontré a un camello comiendo en solitario, después de tomar la primera foto vi que sus patas delanteras estaban atadas con un lazo rojo. Cuando notó mi presencia me miró fijamente, pero en realidad sus ojos estaban perdidos, como creando otros escenarios donde era libre y no tenía que sostener el equilibrio para no caer al suelo. Un escalofrío me recorrió y me sentí parte del problema, me fui para no molestarlo más y al girar observé a dos hombres que limpiaban otra de las áreas de la pequeña granja. Con un poco de miedo les tomé un par de fotos, pero sonreía para romper hostilidades; uno de ellos me regresó el gesto y parecía sentirse feliz por ser retratado. Nuestra parada fue corta, era hora de seguir la ruta.

Llegamos a un campamento donde ya nos esperaban con tres camellos, todos listos para ser montados y atracciones exclusivas del desierto, sin embargo, después de vivir más de un año en la Ciudad de México, la ciudad de los cielos grises, lo que más me entusiasmaba era el atardecer. El sol comenzó a despedirse y nos regaló un paisaje de colores intensos, de pronto estaba de nuevo en Juárez, el lugar que habité por 23 años y en donde todos los días se apreciaba un cielo distinto, pero siempre bello.

Cuando la naciente noche se llevó los últimos destellos de luz, una hermosa mujer apareció en el centro del campamento y comenzó a bailar. Las telas verdes que la envolvían se movían con ella como un helecho sigue al viento, todos parecían estar bajo un hechizo y le aplaudían cada que mostraba su encantadora dentadura. Luego fue turno del ágil bailarín que giraba y le daba vida a su falda de llamativos colores. Todos parecían estar satisfechos con la experiencia.

Al regresar, el cansancio me impidió preocuparme de nuevo por perdernos en la oscuridad del desierto. En unos minutos ya nos habíamos alejado del majestuoso Rub-Al-Khali y comenzaban aparecer los paisajes de rascacielos.

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