"El Carnaval de Ayotuxtla"
El Carnaval otomí de Santa Inés Ayotuxtla
en la mirada de Cinthya Santos Briones
Logradas gracias al dominio técnico de la herramienta fotográfica, las imágenes del Carnaval que ofrece la etnohistoriadora Cinthya Santos Briones son, sin duda, resultado de un acercamiento íntimo a la realidad sociocultural otomí oriental, acercamiento gestado a partir de un acompañamiento sostenido con los herederos de esta tradición mesoamericana. El ritual de la comunidad de Santa Inés Ayotuxtla (mpio. Texcatepec, edo. Veracruz), tal como nos lo permite ver la mirada etnográfica de Cinthya Santos, aparece con todo el magnificente colorido con que los otomíes se empeñan en dotarlo. La apuesta visual de la etnógrafa hidalguense, sin embargo, no se limita a la cala de la luz en los ojos de los observadores —tanto de los invitados a la exposición fotográfica como de los propios niños y mujeres otomíes que observan el juego del Carnaval, según constatamos en una de las fotografías que forman parte de la exposición—; alude simultáneamente a los sentidos convocados por el olor y sabor del cerdo en mole que esos diablos sentados a la mesa están por comer; al aroma de la naranja agria que adorna la mesa de las autoridades y que, en ramos, porta el público femenino que mira los juegos carnavalescos; al pulque de caña embotellado que las autoridades están por beber. Alude también a los sonidos: por un lado a la palabra de la autoridad civil de la comunidad que, temporalmente, sede su poder al capitán de los danzantes, tal como observamos ahí donde el principal del consejo de ancianos ofrece al capitán de los “viejos” el bastón de mando; por otro lado a ese discurso silente de los enmascarados que, a pesar de su mutismo, nos hacen escuchar sus pasos acompasados que siguen la danza y los ruidos de los cencerros que forman parte del atavío de algunos diablos.
Más aún, y acaso sea aquí en donde reside el principal valor del testimonio visual que ofrece el trabajo antropológico de Cinthya Santos sobre el Carnaval otomí: el escenario convoca nuestros sentidos de la vista y del olfato, del oído y del gusto pero alude, sobre todo, al registro táctil y a toda su sensualidad implicada. Si el Carnaval occidental es la fiesta de la carne, el Carnaval otomí es, ante todo, el juego de la piel. Ello es así en la medida en que los “viejos”, los danzantes que juegan, son conocidos con el nombre otomí de _ihta, piel-padre o padre podrido, y su actuar supone la regeneración del mundo, una fertilidad que permite la renovación cósmica y, específicamente, la regeneración de su cubierta vegetal: la piel del mundo, _imhoi. El nombre otomí del Carnaval, n’y_ni, que significa literalmente juego, está compuesto por la raíz n’y_, que designa el acto de vestirse, de portar una nueva piel, tal como hacen los danzantes al disfrazarse y al dotar al mundo de una nueva cáscara, una nueva piel, _i. Pero el recurso simbólico con que los otomíes dotan de significado al Carnaval no se limita a estas metáforas del envoltorio cutáneo vuelto reproducción sexuada de la humanidad y el cosmos mismo. A quienes vemos danzar dibujando círculos que van en sentido contrario al de las manecillas del reloj es a hombres que encarnan muertos, ancestros cuyas características remiten explícitamente al mundo mítico previo a la inauguración del tiempo humano. Efectivamente, la cosmogonía otomí cifra la inauguración del tiempo-espacio civilizado, culturalmente pautado, en la invención ancestral del Carnaval, cuando el Sol iluminó por primera vez al mundo y los diablos ocuparon entonces su morada inframundana. Sólo a partir de este punto de inflexión histórica es que la tierra fue poblada por los seres que ahora la habitan. En imágenes vemos a los dos tipos de seres: los diablos (y algunos pocos jaguares) que bailan formando un grupo discernible del constituido por todos aquellos _ihta que, portando sombreros y capas multicolores, dejan ver su identidad, la forma que adoptarán una vez que sea iluminado el mundo. En aquel tiempo primigenio en que todos los seres podían comunicarse independientemente de la especie a que darían lugar una vez concluida la gesta mítica, todos estos seres tenían una misma cubierta, una misma piel que, traspuesta a la ejecución ritual, es sinónimo de un mismo disfraz. Tras ese disfraz homogéneo, empero, se esconden las identidades de esos seres distintos unos de otros. De ello dan cuenta las máscaras en que vemos a los seres que poblarán al mundo: las mujeres otomíes a las que habrán de amar sus hombres; el águila que fundará el santuario regional de Mayónija y después la ciudad de México; los animales (aves y lagartos) que formarán parte del bestiario real y fantástico del universo otomí; el ganado en que se cifrará la riqueza de los mestizos… Otros de estos seres del mundo oscuro previo al tiempo humano afirman con claridad en qué habrán de convertirse: en hombres, como esos indios —vestidos según una ecléctica estética prehispánica— que aparecen en las capas de los danzantes y, particularmente, en esa hermosa imagen de un hombre noble y garboso que, vestido de blanco y azul, se deja ver bajo el disfraz de un _ihta que posa para la foto a un lado de la bandera roja de “Barrio El Limón, El Ocotal”. Paradójicamente, la erotizada puesta en escena de la piel, el ritual de Carnaval que celebra el Génesis otomí, es el juego en que se deja ver lo que hay bajo ella. Por supuesto, este develamiento no es otro que el jugado por los propios otomíes pero, sin duda, en tal corrimiento del velo, en este levantamiento de la cubierta que tapa lo que hay bajo ella, abona eficazmente el lente de Cinthya Santos Briones.
Mtro. Carlos Guadalupe Heiras Rodríguez
Instituto Nacional de Antropología e Historia
Etnografía de las Regiones Indígenas de México