Ariel Silva: la lucha de los héroes del barrio

Portafolio publicado en la revista CUARTOSCURO 131 (abril-mayo 2015)

Es Tuxtla Gutiérrez el cuadrilátero donde el fotógrafo chiapaneco Ariel Silva, empapado de un sudor ajeno y propio, arrebata con un disparo de su cámara las máscaras sociales y geográficas que ningunean a personajes reales y aguerridos que cohabitan y luchan en una ciudad olvidada por los reflectores y flashes de la prensa del deporte y el espectáculo.

Arrebata las máscaras que homogeneizan la diferencia dejando, sin embargo, intactas las otras máscaras, ésas que poseen una fuerza interrogante, fuerza rayana en la “imposible fantasía” y la “realidad concreta y material”.

Cuando los hombres y mujeres que retrata Ariel no portan su máscara, la cotidianidad los envuelve. Son el taxista buscando pasajeros resignado al ritmo tirano del tráfico; el hombre sentado en la cantina contemplando un tarro que espumea un humor embriagante y melancólico, monótono; el carnicero que sonríe al cliente rodeado de cuerpos despellejados; son, por supuesto, el cliente también, y la mujer que pregunta si “deseas redondear los centavos” en alguna tienda de autoservicio. Son, es cierto, personajes ya en sí mismos, pero son personajes insatisfechos de su personaje común dispuestos a arriesgar su máscara de ciudad luchando los fines de semana por mantener intacta esa otra máscara, la máscara que busca escapar de una rutina que asfixia, máscara que desafía la realidad en un performance cósmico- urbano en el que se enfrentan seres diabólicos, monstruos y personajes de la televisión.

Espaldas planas, el trabajo fotográfico de Ariel Silva, nos revela un mundo escondido involuntariamente, una apología a los cuerpos en combate, la fiesta de la gente “común” que se descorporiza y repersonaliza para poder vivir. Los “gladiadores de provincia”, como los llama el autor, personifican un imaginario regional de componentes híbridos entro lo místico, lo rutinario y lo “normal”.

En palabras de Ariel: “En un escenario opacado por la desigualdad social y las pocas oportunidades de desarrollo, surge la lucha libre como divertimento, como paliativo para aliviar las preocupaciones diarias”. Y es que desvincular a los sujetos que luchan —a los luchadores— de su contexto, sería incurrir en la desgracia de limitar el mundo a la falsedad morbosa de la pantalla. Las fotos de Ariel nos muestran el más allá del momento cumbre, lo que se esconde tras los gritos y las palmadas en el pecho, lo que precede a la catarsis del enfrentamiento cuerpo a cuerpo; nos muestran, sí, al luchador ofreciendo el ritual de la pelea, pero nos develan también al hombre de carne y hueso que se entrega voluntariamente a una metamorfosis salvaje, es decir, indispensable.

Vemos en el trabajo visual de Ariel, por ejemplo, los vestidores improvisados, espacio éste en donde nuestros héroes urbanos transforman su cuerpo, espíritu y persona. Tras una sábana, en un tendedero, asoman las botas de los luchadores; no hay lugar, tiempo ni recursos para vestidores profesionales, ésta es una lucha libre muy otra, distinta a la que pinta en el imaginario nacional. Esta lucha que a través de la lente de Ariel atisbamos no se reproduce por rating ni por publicidad, es una expresión espontánea —y, de cierta forma, necesaria— que fecunda en un espacio alejado de la lupa del “interés nacional”.

Según el autor, “la lucha libre en el estado no ha gozado de reconocimiento económico ni se le ha otorgado prestigio ni dignificación como deporte […] también ha sido relegada por las ciencias sociales y el mundo del arte. Las razones de que esto suceda son, básicamente, la gran difusión que se le da a la lucha libre profesional representada por empresas como Triple A y el Consejo Mundial de Lucha Libre, que eclipsan a la lucha que se hace en otros estados; sumar a eso el gran número de dificultades que enfrentan los luchadores locales: la condición económica, el bajo nivel educativo, la falta de espacios y entrenadores, tener que lidiar con más de un empleo, lesiones, etcétera”.

El trabajo de Ariel sugiere una serie de preguntas. ¿Quiénes son esos hombres que convierten la tranquilidad y el orden del “buen ciudadano” en brincos y llaves?; ¿quiénes son esas mujeres que rompen la normalidad y el falso silencio profiriendo estrepitosos gritos?; ¿qué son ellos cuando sobre el cuadrilátero se abalanzan unos sobre otros? Vaya, la lucha libre barrial en Tuxtla surge del ruido para romper la triste rutina, como una máscara que gesticula y ríe sobre un rostro impenetrable de tanta tristeza. Sin embargo, las fotos son alegres, enérgicas, vemos el rostro del luchador antes y después. Antes: la máscara impoluta. Después: la sangre sobre el rostro. Antes: el beso de buena suerte que da La Santa a La Muerte. Después: la batalla campal, el “todos contra todos”.

Ariel y su ojo hambriento generan en el observador preguntas que angustian: ¿es más real el taxista o el diablo que vuela por los aires?, ¿la cajera de la tienda de autoservicio está acaso más preñada de vida y realidad cuando baila y se impulsa en las cuerdas del cuadrilátero para derrotar a su enemiga? Y es que no podemos observar su trabajo si lo vemos con serenidad, por supuesto, sin hacernos preguntas sobre los personajes, preguntas que sin embargo se responden de alguna forma en las curvas, la luz, el encuadre y la mirada de las imágenes.

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