A 30 años de la Revolución Sandinista
Pedro Valtierra
Guardadas en el archivo durante 30 años, algunas de las fotos que publicamos hoy estuvieron esperando el momento de salir y ser vistas. Quizá lo que marca el final de la espera es un aniversario más del triunfo de una revolución que marcó una era en la historia de Latinoamérica. Hoy quiero aprovechar esa excusa para narrar la historia de las imágenes que salen por primera vez del negativo para convertirse en papel.
Llegué por primera vez a Nicaragua en abril de 1979. El joven unomásuno me enviaba a cubrir la guerra civil entre los insurgentes sandinistas y el Ejército de Anastasio Somoza, cuya dinastía tenía ya entonces 43 años en el poder, y que pretendía prolongar al pasar a su hijo Tachito, conocido también como El Chihuín por los nicas.
Más que nunca, estaba convencido de que mi oficio de fotógrafo –al que llegué por gusto y pasión– podría servir para denunciar las injusticias y el atraso de la sociedad. Tenía que aprovechar la oportunidad de ir a Nicaragua, sin temor de retratar una guerra que me apasionaba de una forma particular, especialmente después de ver las fotos de mi compañera reportera gráfica Martha Zarak.
Cuando me llegó la oportunidad, cursaba el último año de bachillerato en el CCH Naucalpan; perdería clases, pero eso no importaba. Acepté de inmediato convertirme en un corresponsal de guerra, como se dice bastante pretenciosamente en el medio. Recuerdo bien las recomendaciones de Rafael Cardona, quien sustituía a Marco Aurelio Carballo en la jefatura de información ese día: el director quiere que tú vayas a Nicaragua porque ha visto que te gusta arriesgarte, y las fotos que haces en la policía (todos los que empiezan en un periódico lo hacen precisamente cubriendo nota roja).
Cardona me dijo: “Cuídate porque la Guerra es otra cosa, ahí si te pueden matar. No te arriesgues por una foto pero tampoco la dejes ir”. Viajé con el reportero Guillermo Mora Tavares quien compró una botella de Congnac VSOP en el aeropuerto de El Salvador. Me llamó la atención; sin embargo, mi falta de experiencia en los viajes, y más en cuestiones de guerra, me impedían opinar sólo observaba.
Llegamos al Hotel Intercontinental y ocupamos una habitación doble, cuyo costo, lo recuerdo muy bien, era de 45 dólares la noche. Los enviados de unomásuno debían ocupar una habitación para dos personas, de acuerdo a las instrucciones del gerente Alberto Konik; el periódico empezaba y no había recursos suficientes. Sin embargo, estábamos en el mejor hotel de Managua, donde se alojaba la inmensa mayoría de los periodistas de todo el mundo, desde aquéllos que representaban a los grandes medios hasta los modestos, como era nuestro caso. El director de entonces, don Manuel Becerra Acosta, siempre quiso los mejores reportajes, entrevistas, notas trabajadas y buenas fotos. Nos dio confianza a un grupo de jóvenes que empezábamos en este oficio. Nos enseñó su estilo.
Ocupamos la habitación y de inmediato desempaqué e instalé en el baño la ampliadora, las charolas, espirales metálicos, pinzas, preparé los químicos para revelar, fijar e imprimir las fotos. La temperatura, si recuerdo bien, estaba a más de 30 grados, entonces me di cuenta de que no tenía conmigo un termómetro… revelar la película se iba a complicar, puesto que la temperatura recomendada era no mayor a 21 grados… pero ya vería cómo arreglarlo. Pensé que tendría que usar el calculómetro: cuando tuve un rollo para revelar lo que hice fue prender un cigarro, a los dos minutos y medios le di una fumadita, de tal manera que la poca luz del cigarro iluminó la punta del rollo, así vi el tono del negativo y supe si estaba bien revelado o no. Esta técnica ya la había aplicado en una gira a Sinaloa en 1975 con buenos resultados. Claro, el rollo quedó un poco velado en esa parte en la parte expuesta a la luz del cigarro.
Lo importante es que ya estaba ahí, en Nicaragua. En el camino del aeropuerto al hotel me di cuenta del ambiente de temor y miedo en las personas; no se reían, no hablaban entre ellos y si lo hacían era en voz baja, había pocas personas en la calle. Todos veían con cierto temor, sobre todo a los periodistas mexicanos porque decían que el gobierno mexicano apoyaba a los guerrilleros y, en particular, algunos medios como era el caso del unomásuno. Hay que reconocer que para Somoza la mayoría de los periodistas eran comunistas y apoyaban a los sandinistas.
Llevaba tres cámaras: dos Nikon y una Leica M3 con un 50mm que le había comprado en 700 pesos a Jorge Amézquita, esposo de la cantante Amparo Ochoa. Tenía también un lente 300 mm que parecía bazuca y un telefoto de 180 mm, otros de 105 mm, uno de 28 mm y el infaltable 50 mm que casi nadie usa pero que, en muchas ocasiones, ayuda a resolver ciertos momentos. En mi equipaje llevaba también dos latas de película de 100 pies cada una, además de 40 rollos (cargas) que Norberto Torres, el laboratorista, había preparado. Iba armado con mucha película, listo para la guerra. Tenía 23 años y cuatro de profesional.
Al día siguiente nos fuimos a Estela, al norte de Managua, era el punto donde la ciudad estaba tomada por los insurgentes sandisnistas desde hacia varios días, el Ejército tenía rodeados a los guerrilleros sin dejarlos salir, había decenas de heridos y decían que muchos muertos como resultado de los combates.
Varios mexicanos viajamos en un auto alquilado, entre ellos un fotógrafo al que admiraba, el jefe del periódico de La Prensa, Francisco Pico, y el reportero de ese periódico, Guillermo Mora, quien conducía el auto. Tras dos horas de camino alcanzamos la entrada de Estelí, donde vimos a decenas de periodistas; camarógrafos, reporteros, fotógrafos y asistentes, decenas de familiares aguardaban el momento en que nos dejaran entra para poder pasar. Desde ahí veíamos las humaredas, y a los aviones dejar caer una que otra bomba sobre la ciudad. Olía a quemado. Olía a muerte. Estaba en la guerra.