Paula Haro y las mujeres de su casa
Portafolio publicado en la revista Cuartoscuro 11 (marzo-abril 1995)
Texto: Luis Enrique Ramírez
Paula Haro Poniatowska heredó la costumbre de las mujeres Amor de contemplar su belleza en el espejo. Los enigmas de la genética le otorgan, además, ese algo indefinible que predestina a las integrantes en esta dinastía al brillo, a la trascendencia. Si Edward Weston retrató a su abuela Paulette, si Diego Rivera se quedó con el deseo de plasmar el rostro de Elena Poniatowska en uno de sus lienzos y si a Pita Amor la delinearon los pinceles de Diego, de Soriano, de Montenegro, de Anguiano, el primer contacto de Paula Haro con la fotografía fue como modelo de Manuel Álvarez Bravo.
Años atrás, niña, Paula fue marcada por una leyenda llamada Tina Modotti, cuando acompañó a su madre a localizar su tumba perdida en el Panteón de Dolores. «Bajo los grandes árboles no crece la hierba», sentencia el refrán y, en este sentido, Paula la tiene difícil. Hija del genio de la astrofísica Guillermo Haro y de la más grande escritora mexicana viva, Elena Poniatowska (aunque ella abogue siempre por la primacía de Elena Garro), ha dedicado sus empeños a un arte que la sedujo desde sus años de infancia: la fotografía. Por carecer de vocación de sombra, desechó su facilidad para la escritura y para estar siempre en la luna. Goza además del asombroso don de observación de Elena y, como ocurre con su mamá, con su abuela y su bisabuela, tiene un corazón en el que caben gatos callejeros, menesterosos, locos, desempleados, analfabetas: todos los olvidados de la tierra. Su primera serie fotográfica la realizó en un hospital para niños dementes…
Los ojos de Elena refulgen cuando Paula irrumpe en su estudio, siempre con una pregunta: «¿Cómo me veo?». Reconozco esa luz singular en la mirada que Paula logró captar en su madre para la serie de la tina de baño. Se esmera en evitar que se le relacione públicamente con su ilustre familia; jamás usa el apellido materno que significaría la llave maestra para cualquier galería, revista, premio, mención, beca, libro, adquisición, consagración, autógrafo o elogio. Pedro Valtierra, con la autoridad que le concede haber sido su primer jefe, la convenció sin embargo de mostrar este trabajo que la vuelve paparazzi de los suyos. Su cámara es ventana a una intimidad del interés común, pero alcanza valores infinitamente superiores a los que demandaría el Hola : lo fundamental no es ver a dos princesas en un baño de espuma; es la alegría que logra reflejar como fotógrafa, la comunión, el amor fraterno, ese instante irrepetible llamado felicidad. La señora Paulette asegura que la felicidad es, por naturaleza, momentánea, «un chorrito». Ahí está esa parte infinitesimal, ese todo minúsculo en la inmensidad del tiempo. Con su madre y con su abuela, Paula logró retratar la dicha, como tantas otras veces ha retratado la desdicha.
Paula, Elena, Paulette, son entre sí distintas. A Paulette le preocupa que Elena no vaya a misa, a Elena que Paula no tome fotos todo el día, a Paula que ninguna «agarre la onda». Suelen discutir airadamente, pelearse incluso y guardarse coraje durante días (no más de dos, eso sí). ¡Mujeres al fin! ¡Bendita brecha generacional que es la explicación de todo! Distingo, entre las tres, un par de rasgos en común: la bondad y el eterno despiste. Más distraída que ninguna resulta ser la abuela. Hace años, unos ladrones tocaron a su casa; Paulette los hizo pasar sin preguntarles siquiera sus nombres y hasta les ofreció un café que ellos se vieron en la penosa obligación de rechazar. «Qué amable, señora, pero será en otra ocasión; hoy sólo hemos venido por la joyas». Ella les dijo que no había cuidado y les indicó el camino hacia la caja fuerte. Por fortuna, en aquel momento llegó el príncipe Jozef Poniatowski. Para un hombre que luchó en la Segunda Guerra Mundial durante siete años, ahuyentar ratones resultó tarea simple.
He aprendido a admirar a la señora Paulette aunque a la fecha no deja de cohibirme. Paula es mi semejante. Elena, mía. El privilegio de la risa, que con ambas comparto, liquida las distancias. Una vez, en las escaleras de Siempre! se acercó a Elena Poniatowska un reportero indignado: «Oiga, ¿es cierto que usted es princesa? ¡No puede ser! No tiene porte real». Princesse Paulette, en cambio, impone a pesar de su trato sencillo hacia todos, plebeyos o no. Se esfuerza en hablar en español con los monolitos monolingües como quien esto escribe. Saluda de beso a las sirvientas. Extiende generosa su aristocrática mano. Mira a los ojos, sonríe siempre. A ella, hasta Carlos Monsiváis, El Irreverente por antonomasia, la trata con delicadeza. Hace poco, en la mesa, impuso el silencio con una lección memorable.
Afirmó:
-Las personas inferiores no tienen buenos sentimientos.
Elena la espetó, sorprendida:
—¡Mamá! ¿Cómo puedes decir eso?
¡Los sentimientos no tienen qué ver con las clases sociales!
La madre, inalterable, aclaró:
-Yo nunca hablé de clases sociales, Helene.
Fue la señora Paulette quien decidió el nombre del primer hijo de Elena:
Emmanuel, que significa «Bienvenido». Elena guarda hacia su madre verdadera devoción. «Mi
Mami», le dice, o «La Abuelita». Se reúnen para comer una o dos veces a la semana. Son días en que Elena se esmera en su arreglo personal. «Me visto y me peino como si ella fuera mi novia».
A Paula su rancio origen, dice, le vale. Escandaliza a la nobleza europea cuando pregunta por el sentido práctico de un árbol genealógico. Duda que con Paula se pueda aplicar la prueba del chícharo bajo los cien colchones para comprobar la autenticidad de su sangre azul. «No es por llevar la contraria, pero a mí la sangre siempre me sale colorada».
De repente le da por la reporteada. Ha acompañado a su madre en algunas de sus célebres entrevistas:
la horrorizó el rostro de Irma Serrano, se divirtió con Gloria Trevi, de Juan Gabriel le ganó su simpatía y el Subcomandante Marcos simplemente le inspiró respeto, aunque sea sex symbol y llamara a Elena «suegra» y a Felipe, «cuñado».
Paula conoce personalmente a las figuras tutelares de la fotografía en México. Como ejemplo guía, sin embargo, eligió al que mayormente la ha impactado, tal vez el más desconocido, el menos admirado, el más incomprendido: Daniel Weinstock, que espanta con su facha de genio desquiciado pero más con sus fotografías tremendistas, delirantes, ferozmente verdaderas, reveladoras de lo que somos, de lo que nos rodea y de lo que nos espera. Es el camino por el que transita Paula Haro, cámara en mano, feeling-luz, pupilas-diafragmas, corazón disparado, realidad como violentos flashes, que ahora, sin embargo, se da un respiro y nos entrega una sonrisa radiante y esperanzadora, la mejor que hayamos conocido: la de su madre, Elena Poniatowska.