ARENAS DE ESPERANZA
Por Ana Luisa Anza
Quizá esos niños que ayer jugaban en el campamento beduino son los hombres que empuñaron un rifle, recorriendo la arena infinita del desierto saharaui, para hacer valer las cientos de resoluciones que respaldan su derecho a decidir sobre su futuro de manera democrática.
Quizá esas mujeres que se encargaban ayer de organizar talleres alternos a las batallas esporádicas en medio del desierto son las que narran sus vivencias como protagonistas de una lucha que se libró hace 28 años, contra toda forma de legalidad, en el Sahara Occidental.
Quizá esos hombres vivieron el azoro de una invasión que les llegó como un balde de agua fría cuando lo que esperaban era independencia, no podrán ver la liberación de su pueblo tras los 44 años de ocupación ilegal por parte de Marruecos.
El larguísimo muro –una línea de 2 mil kilómetros- que divide a la República Árabe Saharahui Democrática en dos partes, es sólo un símbolo de la ocupación que mantiene Marruecos. El otro tendría que ser el saqueo indiscriminado de las riquezas naturales saharauis. Y la violencia, y los tanques, y la guerra.
El muro, vigilado por más de 150 mil soldados, armado de radares y rodeado de un campo de minas antipersonales, divide el territorio del Sahara Occidental: al oeste, está el territorio ocupado militarmente por Marruecos, mientras que al este se encuentran los dominios administrados por el Frente Polisario. Los marroquíes aprietan: con el muro, los saharauis que huyeron no pueden regresar, y aquellos que se quedaron en los territorios ocupados no pueden salir.
Y aunque actualmente hay un alto al fuego vigilado por una misión de las Naciones Unidas, la tensión está latente.
Para entender la batalla que viene librándose callada, sordamente, hay que remontarse a una historia. La República Árabe Saharahui Democrática, el Sahara Occidental, es el único país con triple dimensión en el mundo árabe: es africano y árabe, y al ser colonia española -de 1884 a 1976- adquirió una tercera dimensión, la hispana.
Su lucha contra el colonialismo comenzó en 1970 por la vía pacífica, y por la vía de la insurrección en 1973. Y en 1975 España sale del país, pero sin cumplir la promesa de independencia del pueblo saharahui, cediendo el territorio para que entren, con sus tanques y sus bombas, los dos nuevos colonizadores: Marruecos y Mauritania. Ésta última se retira después. Marruecos se aferra a un territorio que nunca fue suyo.
Esto desata una lucha desigual contra el pueblo: hombres, mujeres y niños corren de un lugar a otro contra la llamada Marcha Verde iniciada por Marruecos en noviembre de 1975, justo un mes después de que el Tribunal Internacional de Justicia acabara de dictaminar el derecho a la autodeterminación al pueblo saharaui, tras el retiro de España.
Lejos de marcharse, hoy Marruecos sigue ahí. Nadie le pide explicaciones ni rinde cuentas. La ONU le explica que no puede quedarse, pero Marruecos sigue ocupando ilegalmente el territorio de un país que nunca le perteneció.
Las fotos de la exposición Arenas de Esperanza de Pedro Valtierra narran la lucha de los saharauis por su autodeterminación: lo que fue una guerra sorda, sin la espectacularidad a la que nos han acostumbrado últimamente en los medios, una batalla desigual en medio del desierto, entre las dunas, en los valles de arena, al otro lado de los campamentos improvisados, entre las tiendas que el ACNUR provee para crear ciudades nómadas.
Valtierra creía conocer la guerra antes de llegar al Sahara Occidental. Había estado en medio de los conflictos de la Latinoamérica de los años setenta: Nicaragua, El Salvador, Venezuela. Sabía de las tácticas en la selva, llena de lugares para esconderse, para confundirse con el verde, para camuflajearse en la exuberancia, pero ésta era otra guerra. Una lucha de tanques ocasionales, sin enemigos visibles, sin el fragor constante que conocía. Diferente, pero no por ello menos intensa.
Conoció entonces de las tácticas del desierto, de cómo esconderse en el suelo, de la forma de cavar hoyos, de armamentos disimulados subterráneamente. El verde de la selva se convirtió en arena, pero el espíritu del movimiento de liberación era similar.
Recorrió entonces el territorio liberado. Y vio los tanques confiscados a los marroquíes, los entrenamientos y, sobre todo, los vestigios de lucha: las bombas, los cohetes antiaéreos, los restos de aviones, los caballos atravesando los valles de arena y, sobre todo, los muertos, esos muertos que el sirocco descubre a su paso de ráfaga. Son sus huesos, sus cascos, los jirones de un uniforme, todos en esa postura, como fueron quedando tras la batalla.
De regreso a los campamentos de refugiados en Tinduf, al sur de Argelia, ahí están los niños que hacen del exilio una fiesta, sus sonrisas en la formación para ir a la escuela, su juego infinito. Ahí están los ojos del rostro escondido de las mujeres, los talleres de confección de ropa y uniformes, los manjares del desierto en forma de una ensalada de betabel o de un buen plato de cous cous, la visita al hospital con el niño en brazos. Ahí está un alto en el camino para aprender las letras, para pasear con el ser querido, para andar pastoreando una chiva, para hacer la vida en una vida improvisada, en una vida que espera poder estar en paz.
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