La Roja
Juan Carlos Aguilar García
La imagen tiene el mismo efecto que un puñetazo en el rostro: en ella aparece un hombre tendido en el suelo. Tiene el cuerpo maltrecho y una herida mortal en la cabeza; junto a él, un enorme charco de sangre y varios mirones. Todos muestran su espanto ante la escena, aunque también su tranquilidad porque el desdichado es el “otro” y no ellos.
De todas las miradas, una se olvida del muerto y observa al fotógrafo. Es la de un hombre que, cruzado de brazos, parece preguntar: “¿Lo disfrutas? ¿Gozas lo que ves?”.
La fotografía pertenece al apartado de Judiciales del Archivo Casasola, conformado por dos mil 815 negativos. En esta sección están reunidas placas de asesinatos políticos, crímenes pasionales y robos, que muestran un mismo aspecto: el lado oscuro y caótico que se vivió en México durante la primera mitad del siglo XX, pese al afán modernizador que se presumía entonces.
A decir del investigador y documentalista Jesse Lerner, “la modernidad mexicana incorporó oscuros impulsos relacionados con la faz caótica de esa misma modernización, provocó sensaciones de espanto y una fascinación por la violencia y la potencia destructiva de la nueva edad mecanizada”.
Y como prueba de esta nueva potencia destructiva, el ferrocarril, que pronto se convirtió en un importante detonante de información periodística para los reporteros y fotógrafos policíacos; nunca faltaban descarrilamientos, atropellos o suicidios. En cuanto a la prueba de la fascinación por la violencia: el enorme interés que la sociedad ha mostrado por las secciones de nota roja de los periódicos.
Tras la huella de nuestros miedos
Las imágenes policíacas fueron el deleite de los lectores durante las primeras décadas del siglo pasado, pero su origen se registra antes, casi desde el nacimiento mismo de la fotografía. En el caso de México, las imágenes de este tipo aparecieron poco después del nacimiento de los géneros periodísticos.
A principios del siglo XIX, los diarios ejercían solamente un periodismo opinativo con una pequeñísima sección dedicada a asuntos amarillistas. A esta estirpe pertenecen diarios como El Sol, El Águila Mexicana, El Monitor Republicano y El Siglo Diez y Nueve.
Ninguno de ellos daba cuenta de los hechos que ocurrían el día anterior. No existía la figura del reporter. Éste apareció hasta 1871, cuando Manuel Payno y Gonzalo A. Esteva fundaron El Federalista, periódico que introdujo por primera vez en México el reportazgo (reportaje) y la entrevista.
Los temas de los reportajes estuvieron dedicados casi exclusivamente a sucesos alarmantes, como el del plagio del señor Juan Cervantes, que causó conmoción en su época.
La semilla había sido sembrada y al siglo XX le tocaría recoger la cosecha. Durante las primeras décadas de la centuria, la sociedad conoció destacados casos de nota roja, como “El secuestro de Bruce Bielaski” y las fechorías de la banda “El tigre del pedregal”. Para entonces, El Universal, La Prensa y El Popular —“el diario que refleja la actualidad como un espejo”— se daban vuelo informando sobre asesinatos, peleas y fraudes.
Entre sus páginas se observan retratos de “malandrines”, “criminales infames” y personas de “dudosa honorabilidad”.
No eran placas realmente violentas, tal y como se vería después. Más bien eran fotos de la escena del crimen y retratos de los malhechores, muy en el estilo de las fotografías de identificación de los reos que se realizaron en México a mediados del siglo XIX y que son atribuidas al “fotógrafo de cárceles” Joaquín Díaz González.
Ante el interés del público por enterarse de estos casos, surgieron revistas especializadas como Crimen, Alerta y Magazine de policía.
Para mediados de los años 50, destacaba el trabajo del reportero Eduardo El Güero Téllez y de los fotógrafos Antonio El Indio Velásquez y su discípulo Enrique Metinides, un jovencito que desde los 12 años había sorprendido por su audacia.
Para entonces la gente se había quedado boquiabierta con los crímenes de Gregorio Goyo Cárdenas, Higinio Sobera de la Flor y el luchador Pancho Valentino, el mata curas.
Después entraría a escena otro fotógrafo, también aprendiz de El Indio Velásquez: Antonio Caballero, quien trabajó para los semanarios Guerra al crimen y Revista de policía y nota roja.
Ese era el panorama de la fuente policíaca en México, cuando en abril de 1963 surgió una publicación que llevaría lo sangriento hasta sus últimas consecuencias: Alarma!, de Carlos Samayoa Lizárraga.
Su sello distintivo: fotografías extremadamente crueles. Son bofetadas al inconsciente que nos recuerdan nuestra fascinación por la muerte. Cuerpos calcinados, mutilados, ¡sin rostro! Todo a página completa y con el mayor acercamiento posible.
Hay quien dice que el morbo es una asunto de sobrevivencia, porque al ver a la víctima reconocemos el peligro. Otros dicen que “es un aliciente para los jodidos”. Y es que aunque alguien tenga la vida más miserable, está mejor que el muerto de la foto. El otro está peor justamente porque ya no está.
Actualmente, una nueva camada de fotógrafos alimenta las secciones policíacas de las publicaciones nacionales. Nombres como David Alvarado, Luis Barrera, Alfredo Domínguez, Valente Rosas y Saúl López, entre muchos otros, aparecen repetidamente al pie de una imagen brutal.
Saben que el suyo no es un trabajo agradable, no puede serlo, pero igual lo ejercen con pasión. Hacen lo imposible para tomar la foto que luego los hará estremecerse.
Y lo cruel: para ellos nunca habrá felicitaciones. Ya lo dijo el escritor Eduardo Monteverde: “Trabajo rudo por todas las vías, nunca hay premio por contar estas historias. Podrá haber reconocimientos, mas no medallas por narrar artísticamente ese lado oscuro y silencioso de la sociedad en un teatro de los hechos en el que no hay escenografía.