MIGUEL DIMAYUGA, LA MIRADA QUE NOS ACERCA
Por Pedro Anza
A principios de 2014 el conflicto en Michoacán subió de intensidad. Aunque había estado allá como enviado de la revista Proceso unos cuantos días antes, al enterarse de que los autodefensas tomarían Apatzingán, bastión de Los Templarios, Miguel Dimayuga sabía que tenía que volver. Y lo hizo.
Ya en tierra caliente y en un día relativamente calmado –al menos relajado de «importancia mediática» –fue con otro compañero a la carretera libre de Nueva Italia hacia Lombardía, pues les habían contado acerca de unos altares a la Santa Muerte.
“Nos metieron un susto”, recuerda. “Pasó una caravana con gente armada, pensamos que eran Templarios, pero nos identificamos y eran autodefensas, así que nos subimos al carro y los seguimos, entre ellos había muchos niños portando armas largas”.
Ese día vio por primera vez al «niño autodefensa», con “unas botas que le quedaban grandes y un R15 como mandado a hacer, recortado, miniatura, era muy chistoso y hablaba con los demás sosteniendo su arma con mucha naturalidad, se veía vivido». Al día siguiente avanzaron hacia Los Sandoval, Apatzingán.
“Íbamos alertas, el ambiente estaba tenso… la caravana se detuvo y ahí fue cuando lo vi, de lejos, asomado por el quemacocos, iba unas cuantas camionetas adelante de mí, me acerqué y me subí a una camioneta pick up que estaba atrás, el niño volteó a verme y disparé, fue cuestión de dos o tres segundos; después se volvió al frente».
Quería verificar que la foto hubiera salido. En la pantalla vio la imagen con la que hace unos meses recibió el Premio Nacional de Periodismo 2014 en la categoría de Fotografía, pero su primera reacción de alegría se convirtió en duda, por las repercusiones que podría tener para el niño. Por eso siempre se publicó con la cara difuminada.
Esa imagen nos muestra un ángulo distinto al conflicto en Tierra Caliente: es el conflicto entero el que nos observa a través de la mirada espontánea del niño. Con los ojos fijos en los periódicos y los oídos atentos a los noticieros, amparados en la aparente distancia, tendemos a banalizar la desgracia; sin quererlo, quizá nos sentimos ajenos.
Sin embargo, sin darnos cuenta, somos observados también desde el campo de guerra, somos pensados, mentados. El niño autodefensa nos observa desde una realidad que tiene tanto de cercana como de lejana. Y es que «al menos en la ciudad de México la gente vive en una burbuja, es difícil que un niño de la capital pueda imaginarse abrir la puerta de su casa y encontrarse una cabeza».
Las miradas cercanas al conflicto, las que nos cuentan historias materiales, atravesadas por factores sociopolíticos y económicos, consecuencias de condiciones objetivas, historias de vida que los orillan a codearse con la muerte, es cierto, pero también que nos acercan, nos relacionan. Y es que hay un ingrediente en la mirada ¡cualquier mirada! que nos saca del ensimismamiento para que la planicie del papel o la pantalla adquieran el relieve de la mirada que interroga.