Violentar la mirada
Deborah Dorotinsky Alperstein
El pasado miércoles 20 de mayo apareció en la primera plana del periódico La Jornada una fotografía de Alfredo Domínguez, mostrando a los presos “reducidos”, después de que cien de ellos se rebelaron por la cancelación de visitas familiares en el Reclusorio Sur, a raíz de las medidas sanitarias por la epidemia del virus AH1N1. Esta imagen me parece un excelente pretexto para reflexionar un poco sobre la fotografía y la violencia. Independientemente del caso que generó la imagen —el descontento por la cancelación del derecho de visita— podemos abstraer de ella una serie de líneas para pensar los límites de la representación a los que la fotografía se aproxima cuando el contenido visual de la imagen violenta nuestra mirada.
¿Qué nos sacude al mirar esta imagen? ¿Nos llama la atención por aparecer en la primera plana del periódico? ¿Estamos anestesiados frente a las imágenes de abuso y excesivo de uso de fuerza por narcos, militares, guerrilleros, policías y terroristas?
La imagen puede verse como en dos pasos: primero, sobre la plancha de cemento en un primer plano, una serie de hombres desnudos tirados sobre el suelo, sus cuerpos custodiados por hombres de negro armados, después, al fondo y contra la pared del patio hay una hilera de hombres desnudos hasta la cintura e hincados con las manos en la nuca. Dos filas que hacen una escuadra, dos momentos de un acto de sometimiento, humillación. No se trata de desnudos artísticos, como podría ser el caso en los que hace Spencer Tunick. Definitivamente estos hombres no muestran sus cuerpos desnudos por gusto. Han sido encuerados porque en ese acto de despojarlos se les reduce, sujeta, cosifica. Se les recuerda que son parte del engranaje del sistema de la prisión. Como en la época clásica, hay situaciones en la cárcel que generan un castigo corporal, con el que se sufre, paga y purga la trasgresión.
Y es que la violencia, por lo menos en una de sus acepciones en el Real Diccionario de la Lengua Española, se entiende como una “acción contra el natural modo de proceder.” Podemos entonces pensar en los presos tendidos completamente desnudos sobre el concreto del suelo, como tratados “contra un modo natural de proceder”, lo cual implica que se practicaron sobre sus cuerpos actos de denigración. Los que se encuentran al fondo, de rodillas, por lo menos han podido mantener la dignidad de sus pantalones.
Pero no voy a enfocarme particularmente sobre la justicia y la humillación que se ejercen sobre el cuerpo del criminal, o los excesos que éste o aquella ejercieron quizás sobre los de sus víctimas, sino que más que hablar del cuerpo en el sistema carcelario, quiero ocuparme de forma más general de lo que la violencia en la imagen hace a nuestra mirada, de aquello que precisamente nos lleva a pensar que relación hay entre imagen y violencia, entre dolor y fotografía. Me refiero no solamente al dolor que podemos, o no, sentir frente al sufrimiento capturado en una imagen, sino a la violencia que muchas veces intuimos culminó en esa imagen fría y estática que no devuelve nuestro vistazo.
I Fotografía y cacería
El último libro de la crítica norteamericana Susan Sontag se llamó en castellano Ante el dolor de los demás (2004), un título con el que cobijó una serie de consideraciones que ya había iniciado muchos años antes en su muy conocido texto Sobre la Fotografía (1973). En ese texto de los setentas, Sontag afirmaba que “las fotografías suministran evidencia” y que en general desde la redada de los communards en junio de 1871, los estados modernos aprendieron a utilizar la fotografía como “herramienta útil” para la vigilancia y el control de sus poblaciones. (Sontag 1973; 15). Esto es lo que ocurre en parte con la imagen de La Jornada con la que hemos iniciado, dentro de la maquinaria carcelaria funcionaría como una prueba del sometimiento de los revoltosos y del control de las autoridades del penal, en tanto en la primera plana del periódico opera también como un registro/denuncia del abuso de fuerza. En ambos casos se trata de un testimonio. A pesar del carácter de prueba visual, la misma Sontag afirmaba que la cámara tenía una doble función, capturar la realidad, y a la vez interpretarla. Hoy no sorprende ya a nadie decir que una fotografía es una representación del mundo tanto como una pintura o un dibujo. Sin embargo, la misma Sontag afirmaba que todo uso de la cámara implicaba a su vez —por que la captura de imágenes es usurpadora— un acto de agresión. Esto implicaba una duplicación de las acciones, es decir, la fotografía no se trataba nada más de registrar un acontecimiento (ameno o doloroso), sino ella era un acontecimiento “en si”. (Sontag 1973: 21) Por eso, se pueden fotografiar actos violentos y producir violencia con esos registros. También, por supuesto, se puede ser violento para registrar las cosas. A veces esa violencia se genere nada más a nivel de nuestro espacio interno, entre nuestra cabeza y nuestras tripas. Habría que preguntarse además si realmente la violencia es o no un una acción contra un modo “natural” de proceder. Quizás la no violencia y la contención son de esas convenciones que nos ayudan a seguir viviendo juntos en sociedad, pero no son de modo alguno “naturales”. En todo caso, la ensayista norteamericana ya nos advertía en 1973 que las cámaras son máquinas que crean adicciones (y el fotógrafo es pues un gran adicto) y que retratar personas era una manera de violarlas, pues se las veía siempre como jamás se verían ellas a sí mismas; las transformaba en objetos que podían ser poseídos simbólicamente. Quizás esta certeza de objetuación del otro es lo que más violenta nuestra mirada cuando nos enfrentamos, o buscamos, las imágenes de guerra, las de los efectos del terrorismo, la represión, las violaciones y asesinatos. No se si es que nos pongamos de modo empático en el lugar del cuerpo inerte, o imaginemos nuestras vísceras regadas por el suelo, o nuestro rostro irreconocible por el estallido de la granada o que nos embargue el temor de ser el siguiente decapitado, desaparecida en Juárez, violada, torturada. Podemos fácilmente imaginar que somos esa Mujer X o ese Hombre X tendido sobre la fría piedra de la morgue. Abandonados. Por más que miremos millones de estas fotografías siempre habrá una que nos hiera cada tanto y nos genere esa sensación de vacío en la boca del estómago que advierte lo breve y frágil que es la vida. La muerte, lo han dicho muchos, es parte de la fotografía.
La fotografía y las imágenes de guerra no dejaron descansar a Sontag, al grado que su último libro fue un texto más ligero que Sobre la Fotografía, como si hubiera digerido una parte del argumento esgrimido en 1973 de la fotografía como predatoria y ahora nos hablara del intercambio de dolor como efecto de las anestesias contemporáneas. Una mujer que sobrevivió al cáncer no dejó de preguntarse qué hacían a sus ojos esas violencias fotográficas, como cánceres de la mirada.
II Límites o liminaridades
Hace dos meses en una serie de conferencias presentadas en el museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC-UNAM), y con motivo de la exposición El Reino del Coloso. El lugar del asedio en la época de la imagen curada por José Luís Barrios (que a opinión de muchos fue también organizada para paliar el descontento e irritabilidad generados por la pieza de Miguel Ventura) la Dra. Ana María Martínez de la Escalera, de la UNAM, inauguró el ciclo con una brillante y clarísima intervención sobre los límites de la representación. Martínez de la Escalera nos preguntaba por aquello que ocurre en el horizonte entre el arte, el terror y la representación. La exposición curada por Barrios mostraba una selección bastante sui generis de fotografías relacionadas con las guerras: la desfiguración, mutilación y destrozo del cuerpo humano, de edificios y de espacios habitables. De tiempos lejanos y cercanos, la selección de Barrios mostraba diferentes pasos en un vía crucis de destrucción. Al final del recorrido terminaba una sintiendo como si la hubieran pasado por los rodillos de esas máquinas del lavado automático de carros: molida. Había algunas francamente difíciles de ver, frente a las cuales era casi forzoso cerrar los ojos. Otras que extraídas de las páginas del periódico y montadas sobre el muro del museo se convertían en otra cosa al redimensionarse, ya no eran denuncia ni testimonio, ahora pretendían mover nuestras fibras sensibles, ser “Objetos de contemplación”. Y en la pretensión se hacían más grotescas, más violentas. ¿Que pasa en esos límites entre lo que se puede ver y lo que casi no soportamos mirar?¿Qué es lo que queremos detener cuando pensamos en frenar la publicación o la mirada de estas imágenes? Para la Dra. Martínez de la Escalera, no es en el objeto mismo, (imagen) donde el horror se localiza, sino en el evento (y por ello frenar la imagen no detiene los espantos). Es decir, no son las fotografías de Metinides que aquí se muestran las que violentan nuestra mirada, sino los choques, balaceras y asesinatos como acontecimientos. Prohibir la imagen, nos pone en riesgo de detener un proceso crítico y ahí si, entonces, abrir las puertas al reino del terror. ¿No es la censura acaso la mejor garantía de que fuerzas oscuras e impredecibles manejan nuestros destinos? Así entonces, quizás es mejor que se vulnere nuestro mirar pero se aliente con ello nuestra crítica.
Las fotografías que acompañan estas líneas habitan la mirada bajo el signo de lo torcido. En todas ellas hay hierros, cables o cuerpos que se doblan y retuercen, que se comban y se empapan de una sangre roja, espesa. Los vemos como ellos jamás soñaron verse a sí mismos; desarticulados. Están inscritos en las ciudades y sus necedades; el automóvil como gran máquina ejecutora de sentencias de muerte y ya no como el bólido feliz y esperanzador del futurismo. Hombres, mujeres, niños, nadie es dispensado. Y entre los cables y el asfalto húmedo y viscoso, la cámara escudriña la escena buscando el último aliento. Domínguez sólo buscaba la desnudez forzada de los presos en el reclusorio Sur.
Sontag en 2004 de nuevo nos aclara, quizás ya con un cierto cinismo que,
Solía creerse, cuando no eran comunes las imágenes audaces, que la muestra de algo que era necesario ver, aproximando una realidad dolorosa, con seguridad incitaría a los espectadores a sentir con mayor intensidad. En un mundo en el que la fotografía está al ilustre servicio de las manipulaciones consumistas, no hay efecto que la fotografía de una escena lúgubre pueda dar por sentado. En consecuencia, los fotógrafos moralmente atentos y los ideólogos de la fotografía se han interesado crecientemente en las cuestiones de la explotación sentimental (de la piedad, la compasión y la indignación) de las imágenes bélicas y en los repetidos procedimientos que provocan la emoción. (Sontag 2004: 93)
Se trata entonces de que este dolor y esta violencia son ahora un espectáculo y Sontag buscaba antes de morir, dejar un testimonio de su deseo de que la distracción, el entretenimiento dejasen de serlo. Se lamentaba que esa “ecología de las imágenes” que soñó en Sobre la fotografía, no llegaría jamás. Era imposible. En el capitalismo tardío, todo es objeto del consumo.
Aún así, aún frente a la anestesia que resulta de ver la sangre correr por estas fotografías como si fueran un río caudaloso, las imágenes nos siguen moviendo por que aún pueden, algunas, violentar nuestros ojos.
Entre la fila de nalgas desnudas de la fotografía del reclusorio Sur y las imágenes de Tunick en el Zócalo capitalino hay un abismo. A pesar de que el cuerpo desnudo es igual en una y otra, no es el mismo. Ser desnudado (como ser violada, mutilada o decapitada) es un acto, y como tal debe reprobarse. La imagen es un residuo que con suerte sirve de disparador contra el olvido, la ingenuidad, el miedo o la ignorancia. Al final, es un mecanismo adecuado si nos hace pensar y ser críticos.
Sontag murió dejando un libro final bastante más flojo que sus trabajos anteriores, sin embargo, su último aliento impulsó muchas preguntas: ¿hasta dónde podemos controlar los efectos de las imágenes que enfrentamos en lo cotidiano (fotografiadas o vividas)? ¿que hacer con el verdadero horror de lo que rebasa incluso la representación en nuestra mente? Ver y nombrar los infiernos de los otros y los propios no nos dice nada de cómo apagar el fuego. Sin embargo para no morir de indiferencia, debemos de permitir que las imágenes atroces nos sigan persiguiendo, sacudiendo. No apagará eso el incendio, pero por lo menos mantendrá encendidas nuestras neuronas.
Ciudad Universitaria
25 de mayo de 2009
deborah.dorotinsky@gmail.com
Los prisioneros se reBelaron. Es con B. Quienes se rebelan, participan en una reBelión, no una revelión. Con eso bastará para que lo recuerdes.
Otra cosa: cuando «porque» antecede a una causa, va junto y no separado.
Antes, los periodistas se ocupaban de la buena redacción y otrografía. Hoy día es una vergüenza cómo escriben.
Saludos
Tienes razón. Mil gracias. Corregido
Muy interesantes!