MÉXICO VISTO POR HENRI CARTIER BRESSON
A propósito de la exposición «Henri Cartier-Bresson. La mirada del siglo XX» que se presenta en el Museo del Palacio de Bellas Artes en colaboración con el Centro Pompidou y la Fundación Cartier-Bresson, les presentamos un texto de Juan Rulfo que apareció en el catálogo de la exposición «carnet de notes sur le Mexique»celebrada en el Centro Cultural de México en París (marzo-abril 1984) donde describe la llegada a México del fotógrafo francés en 1934 y su estadía en uno de los barrios populares como La Merced. El texto es reproducido con la autorización de la Fundación Juan Rulfo.
El México de los años 30 visto por Henri Cartier-Bresson
Juan Rulfo
Henri Cartier-Bresson llegó por primera vez a la ciudad de México en 1934. Su arribo a México debió producirle un profundo cambio emocional. El compartía la misma vivienda con su amigo el pintor Ignacio Aguirre y el poeta negro americano Langston Hughes, en una de las barriadas más sórdidas de la capital, cercana a la “Candelaria de los Patos”, al “Cuadrante de la Soledad” y no muy lejos del caótico “mercado de la Merced”, así como de los callejones de Cuauhtemotzin y Chimalpopoca, zona habitada toda ella por el hampa, la prostitución, los “teporochos” (alcohólicos cuya vida y muerte miserable transcurre en los muladares).
No obstante, para un reportero gráfico con la sensibilidad artística de Cartier-Bresson, interesado en los sujetos más que en los objetos, este panorama le ha de haber provocado diversas impresiones, ya que el sitio estaba plagado de caracteres estrafalarios: seres marginales, pero al fin seres humanos condenados a un destino inescrutable.
Ese fue el México que encontró Cartier-Bresson. Es el México que expresan sus imágenes: pobreza, apatía y desencanto, así como una profunda soledad. El paredón de fusilamientos permanecía aún allí como mudo testimonio de lo que había sido la violencia y la represión. La hostilidad se sentía en el ambiente, mientras el país enajenado a las empresas extranjeras no parecía encontrar todavía un camino de liberación. Además, el mexicano de entonces, carente de estímulos, se refugiaba en el fatalismo, en una burocracia inestable o simplemente en el vicio hasta caer en la locura.
Pocos eran los afortunados que habitaban fastuosas mansiones, ajenos por entero al mundo de quienes apenas sobrevivían milagrosamente entre los escombros de una nación en ruinas.
Aquellos años no sólo se señalaron por la discordia, crearon a su vez una proliferación de caciques sobre quienes recaía el poder absoluto en toda la nación. Faltaban garantías en el campo, así que los agricultores abandonaban la tierra, mientras los pequeños artesanos: carpinteros, zapateros y aún los peluqueros y albañiles se convertían en ejidatarios descalificados, los cuales degradaban los suelos hasta hacerlos improductivos. Naturalmente escaseaban los víveres para alimentar al hombre de las ciudades. Pero la condición del mexicano, mimética por naturaleza, ha sabido adaptarse a todas las circunstancias. Su “aguante” es proverbial y pronto logra emerger de la inclemencia. Jamás ha sabido morirse de hambre. Bastaron unos cuantos años para que tanto la ciudad de México y muchas otras ciudades del interior, al igual que el campo retomaran su ritmo habitual, en algunos casos acelerado. Lo mismo sucedió con el desarrollo industrial que, de inexistente, pasó a ser inusitado, creando una fuerza de trabajo sólida y poderosa.
Sin embargo, y eso lo pudo comprobar también Cartier-Bresson en su segunda visita a México en 1963, numerosas regiones del país permanecían olvidadas del progreso, aisladas en sus propias comunidades indias. Esto se debe primordialmente a un régimen tradicional, por no decir secular, que los indios ejercen para salvaguardar sus culturas. La defensa de costumbres, lenguaje, creencias e identidad, las cuales intentan conservar pese a las presiones extrañas. Por tal motivo, la política oficial ha sido la de no interferir, sino en casos extremos, para apoyar su prevalencia dentro del ámbito nacional. Y si se toma en cuenta que existen en territorio mexicano 53 grupos étnicos, con lenguas y costumbres bien definidas, no debe considerárseles como una rémora, sino un gran aporte pluricultural que forma parte integrante del país. En otras palabras, la incorporación al sistema de estas 53 comunidades, traería el exterminio de tales culturas, cuyas manifestaciones artísticas, mitos y leyendas, han sido y serán por mucho tiempo valiosas para etnólogos, sociólogos y antropólogos.
De allí nació el calificativo de “muchos méxicos” que le diera Lesley Byrd Simpson. Cierto que habitan zonas deprimidas y de grandes carencias; pero jamás abandonarán su pedazo de tierra, ni su mundo ni su inframundo. Les basta, como ellos dicen, la luz de una luciérnaga para alumbrar las breves noches de su existencia.
Así, entre los habitantes del Istmo de Tehuantepec, Henri Cartier-Bresson logró captar al fin la sonrisa, lo cual no encontró en las barriadas tristes de las ciudades que él transitó con el afán constante de buscar los diversos aspectos del mexicano.
México, D. F., 13 de febrero de 1984.
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1 En 1984 se presentó en París una exposición de las fotografías mexicanas de Henri Cartier-Bresson. Juan Rulfo escribió un texto para el catálogo y en él parece referirse no sólo a las imágenes del artista francés, sino a lo que él mismo pensaba de la fotografía ejercida entre nosotros. Es notable también ver en lo que dice Rulfo del México de los años 30 un retrato del país devastado en que se ha convertido el nuestro en los últimos años del siglo XX y lo que llevamos del XXI.
Cartier-Bresson agradeció este texto de Rulfo con el obsequio de una de sus fotografías, la única mencionada con precisión por el jalisciense, dedicada a éste.
*Publicado también en 100 fotografías de Juan Rulfo, Editorial RM-Fundación Juan Rulfo, México, 2010, pp. 22-23.