Monterrey, ciudad de retratos múltiples


Ana Luisa Anza



Ojos que da pánico mirar: Aristeo Jiménez, de Ricardo Elizondo Elizondo

La Garza Nieto. La famosa Coyotera. Un nombre de mil evocaciones para quien conoce Monterrey. Un nombre, el de una colonia que podría ser cualquier otra que repita la vida de sus calles, de sus cuartos oscuros, de sus espacios semi iluminados, cualquiera que guarde historias increíbles que tendrían que ser contadas.
Pero es ahí y ellas te observan desde su esquina iluminada. Desde la languidez provocada por el cansancio y la enfermedad. Desde la risa y la compañía franca. Desde la cama que habrá visto mil batallas, mil amores, mil placeres, mil pesares. Desde su íntimo dolor y desde su emperifollado ser que te observa, sin reto ni burla, con esa dignidad de ser humano que Aristeo Jiménez descubre.
El título es cierto. Son “Ojos que da pánico mirar”. Para abrir este libro de Ricardo Elizondo Elizondo sobre la obra de Jiménez, publicado por el Fondo Editorial Nuevo León, se requiere endurecer el alma y abrir el corazón. No es tarea fácil. Pero habiéndolo logrado, se puede transitar por las páginas y descubrir a los personajes que habitan un mundo que duele contemplar. Por verdadero, por cierto, porque tienen una dignidad que, injustamente, no solemos otorgarles. Pero aplasta… y atemoriza. Menos mal que el entrañable texto de Elizondo Elizondo nos acompaña en la travesía.
Pintor sin paciencia, Aristeo encontró en la fotografía una forma de dejar plasmado su mundo. Y su mundo, el de sus vecinos, era el de la colonia Garza Nieto. Era zona de travestis, de prostitución.
“Yo vivía enfrente, los veía. Estaba chico y preguntaba: ¿es una señora o una muchacha? Y me contestaban: No, niño, es un vato”, recuerda. “Yo los respeté siempre, como los respeto ahora”.
Cuando comenzó a hacer sus primeros retratos, a principios de los años ochenta, ya conocía la obra de grandes maestros. Había visto las imágenes de Manuel Álvarez Bravo, de Mariana Yampolsky, de Graciela Iturbide. Había hecho ensayos con la luz usando su mundo cotidiano: el marrano (su padre era carnicero), la plancha, la televisión… los objetos de su casa servían para empezar a descubrir la estética de la imagen, en fotografías que se incluyen en la segunda parte de su libro. No en vano, el crítico de arte Xavier Moyssén vio en su primera exposición, en 1983, a un artista que prometía.
Aristeo descubrió en sus vecinos un mundo que tenía que ser contado.
Tímidamente al principio, comenzó a retratarlos. Quería reflejar la vida que vivían. Poco a poco, se fue involucrando, estableciendo relaciones duraderas y afectivas con sus personajes, de convivencia, de amistad. Más tarde, obtendría una beca del Fonca para capturar la vida nocturna de Monterrey. Y los siguió rescatando en imágenes.
A Aristeo le duele que muchos de ellos estén ya muertos. Pero se alegra de saber que ese mundo donde él vivió tan feliz hasta los 14 años permanece ahí a través de esos ojos que da pánico mirar.

analuisa.anza@gmail.com

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