Del pasado cotidiano: Enrique Segarra
Portafolio publicado en la revista CUARTOSCURO 20 (Septiembre-octubre 1996)
Don Enrique Segarra trajina de un lado al otro de la calle. En sus manos, miles de tiras de negativos, cientos de imágenes montadas para exposición, cámaras, lentes, filtros, y casi 75 años de entusiasmo que no parecen terminar nunca. El traslado del viejo estudio al nuevo implica tiempo y paciencia. Hay cientos de cajas de negativos, reconocimientos y medallas amasadas en el curso de más de 50 años como fotógrafo. Se le ve quizá igual que a sus 17 años, con la misma curiosidad incesante por la imagen del joven que hacía sus pininos rodeado por los grandes, fundadores entonces del Club Fotográfico de México.
Su definición por la imagen fue siempre clara. Estudió para ser camarógrafo de cine, donde estuvo en las manos de Gabriel Figueroa. Ahí daba clases de foto fija un tal Manuel Alvarez Bravo, «aunque entonces, nadie lo conocía». Compañero de banca de Nacho López, buen amigo de Armando Salas Portugal, don Enrique era ya fotógrafo. Con todo y sus tres títulos —«hasta con el de laboratorista de cine»- salió para toparse con que al cine se entraba por escalafón. «Me dijeron que me daban chamba como cargador», recuerda. «Yo pensé que para cargar cámaras y dije le entro, pero no, era para mecapalero… así que me salí y mejor me dediqué a la foto».
Como solo un chamaquito, vivió la fundación del Club Fotográfico de México que llegaría a ser la sede del quién-es-quién de la foto en México, con socios, publicaciones y eventos que financiaban fácilmente el local que adquirirían unos años después en San Juan de Letrán, con cafetería, restaurante, salas de juego, lugar de proyecciones y hasta boliche propio.
A través del sistema de puntos de club, le salían las chambas, dice. Quizá una de las más importantes, la que le ofreciera el entonces presidente Miguel Alemán para encargarse de retratar México para unos folletos turísticos. Camioneta. Ayudante. Un muy buen sueldo y 15 días de viajes al mes por toda la República. ¿Qué más se podía pedir? Tenía todo para hacer fotos y más fotos por todo el país y la garantía de que serían publicadas en folletos de viaje.
Fotos costumbristas, paisajes que parecieran tener efectos especiales, juegos de luz y sombras, Segarra hizo en esa época lo que décadas después podría considerarse la foto cotidiana. En muchas de sus fotos no hay sólo un claro intento estético, sino también una intención. Había imágenes en forma de ilustración. Pero hay también aquellas con un fuerte carácter documental.
Entre sus trabajos durante ese tiempo recuerda especialmente a Doña Rosa, la alfarera del barro negro de Coyotepec, que se hiciera famosa por una portada cuya foto grafía él tomó para el folleto de Oaxaca
1951. «Llegué al pueblo y me gustó la imagen de la señora que entonces tendría unos 40 años, la puse en el patio y se quedó como portada», dice. «Los que llegaban a Oaxaca empezaron a preguntar por ella, todos le tomaban fotos, hasta ganaba más con eso que haciendo barro».
De trabajo en trabajo, vivió las épocas gloriosas del Club, a donde todavía asiste, cada semana, como único miembro fundador sobreviviente.