100 años de Nacho López: un provocador de la imagen
Polvo y gasolina.
Concreto, asfalto y empedrado.
Telarañas de hierro…
azoteas erizadas de antenas…
Una ciudad del mundo como cualquiera:
apretujada de gente…
hermosa como ciudad universal.
“Yo, el ciudadano” (1980), de Nacho López
“Era un fotógrafo brillante, un maestro riguroso, un crítico audaz, pero sobre todo, un gran amigo”, son las palabras con las que colegas y familiares describen a Ignacio López Bocanegra, mejor conocido como Nacho López, un personaje complejo que marcó un antes y un después en la manera de hacer fotografía a partir de la segunda mitad del siglo XX en México. A 100 años de su nacimiento, es justo y muy necesario hablar de su vida y su legado a través de las anécdotas de su hija Pilar Urreta y sus colegas Andrés Garay y Pedro Valtierra. Nació en Tampico, Tamaulipas, pero fue adoptado desde muy joven por la imponente Ciudad de México, en aquel entonces Distrito Federal, lugar al que le entregaría su vida y gran parte de su obra.
Estudió en el Instituto de Artes y Ciencias Cinematográficas, pero su verdadera escuela, la que le enseñaría a conectar su sensibilidad con su entorno y las demás personas, comenzó mucho antes, cuando desde chico comprendió que las oportunidades no son iguales para todos, como sucedió con su padre, quien emprendió la ruta hacia el sueño americano como bracero en Estados Unidos después de la Primera Guerra Mundial y regresó decepcionado de la experiencia. Además, asistió a una escuela de corte cardenista y su padre tenía una cercana relación con el general Lázaro Cárdenas, como lo platica Pilar Urreta, primera hija de Nacho: “Él se decía fotógrafo y lo era, pero creo que su fotografía era muchas cosas y ahí está la complejidad del análisis. Era un artista multidisciplinario porque veía la foto desde todos los ángulos y veía al artista como un individuo responsable, cuyo vínculo a su entorno social era trascendental para producir obra”.
Nacho tenía sensibilidad para apreciar lo que lo rodeaba, veía la belleza en el caos. Sentía un compromiso por retratar a “los olvidados”, mostrar la realidad que se intentaba ocultar, pero sin denigrar a los sectores pobres. Y aunque en un inicio quería ser cineasta –que también lo fue más adelante– no tuvo mucha suerte. Encontró entonces en la fotografía un lenguaje que no había sido explorado para comenzar a contar sus historias de la vida popular de la Ciudad de México, en forma de fotorreportajes que serían publicados en revistas como Hoy, Mañana y Siempre!, Life y Artes de México, a partir de los cincuenta del siglo pasado.
La Venus se va de juerga es uno de sus trabajos más controversiales, pues pone sobre la mesa el debate sobre la autenticidad de las escenas del artesano cargando un maniquí desnudo en la calle: “A él no le importaba que no fuera natural, era otro territorio de la fotografía, la intención era de índole social: capturar qué pasaba con los individuos que veían al hombre vestido de campesino subiendo a un camión con un maniquí desnudo. Todo es con intención de ver qué pasa con el resto del mundo ante un suceso tan inusual, tan nada probable y eso es una provocación. Nacho, en ese sentido, era un auténtico provocador”, dice Pilar, quien coincide con Andrés Garay, amigo y alumno de Nacho: “Hacía puestas en escena para provocar la reacción de los transeúntes, lo criticaban mucho porque decían que posaba las fotos, pero él hacía la propuesta y era la gente la que caía solita, pues su reacción a la escena sí era natural”.
El fotógrafo Pedro Valtierra asegura que, a pesar de que Nacho es uno de los fotógrafos mexicanos más importantes, no tiene la visibilidad que merece; esto lo adjudica en parte a que siempre fue crítico y decía las cosas directas, incluso a los grandes maestros de la imagen como Héctor García o Manuel Álvarez Bravo: “Nacho era una persona muy culta y técnica en muchos temas, pero sobre todo en la fotografía, además escribía, eso no le gustaba a muchas personas y lo fueron excluyendo de la historia”.
Esto lo podemos complementar con lo que relata Pilar: “Si algo mi papá no tenía era un deseo ególatra de sobresalir, tenía una pasión por el trabajo y por hacer fotografía, mirar y mostrar el mundo desde los ángulos que él lo miraba. Es algo muy interesante en una época de egos muy grandes; eso da mucho valor a la obra, sobre todo ahora donde la firma va por delante del personaje”.
Un maestro de vida
A Nacho le gustaba enseñar todo lo que sabía sobre fotografía, compartía sus conocimientos dentro y fuera del aula, tanto que para muchos terminó siendo un maestro de vida. Andrés Garay dice que conoció a Nacho en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) cuando decidió dejar la arquitectura para hacer fotografía. “Nacho era un gran maestro, con mucho sentido del humor, pero a la vez muy serio. Nos enseñó sobre fotografía y sobre la vida, siempre después de terminar la clase charlábamos en la banqueta, en Adolfo Prieto. Primero era ‘vamos a echarnos una torta’, después era ‘mejor vamos a echarnos un traguito’. Nos íbamos a la cantina y seguíamos platicando de fotografía. Lo primero que aprendí con Nacho es que tener mucho equipo y tomar fotos como loco no te hace un fotógrafo”.
Nacho se inició en la docencia desde muy joven en la Escuela de Periodismo de la Universidad Central de Caracas, cuando su maestro Víctor de Palma lo propuso para que lo sustituyera cuando apenas tenía 25 años. En 1980 inició como catedrático en la Facultad de Artes Plásticas de la Universidad Veracruzana, al mismo tiempo que impartía clases en el CUEC.
Para Pilar, Nacho no sólo fue su padre, sino también su maestro: “Cuando estaba en la preparatoria le pedí a mi papá que nos diera clases de fotografía a mis amigos y a mí, y recuerdo muy bien el primer ejercicio que hicimos: ‘Para comenzar deben escribir algo sobre el mundo que ven’… era un ejercicio complicado para unos chamacos de 16 años. ‘Después van a tratar dibujar lo que escribieron, y finalmente a tomar la foto’. Así aprendimos foto con mi papá”.
Las enseñanzas de Nacho iban más allá de la fotografía. Andrés relata que incluso los aleccionaba con consejos para tratar a los demás, a respetar a sus colegas fotógrafos y a nunca hacerse de enemigos.
“Nacho nos enseñó a atacar las causas con un espíritu crítico, el fotorreportero tenía que ser propositivo y nada de complacencias con las personas fotografiadas. Pero, además de enseñarnos a no ser chayoteros, nos recomendaba libros, recuerdo uno específico que explicaba cómo hacer amigos, nos decía que debíamos leer entre líneas, pues había cosas interesantes sobre cómo tratar a la gente, a quién le hablas de tú y a quién le hablas de usted y por qué le pones el título de don o no: la forma es muy importante”.
A pesar de la rigurosidad de Nacho, siempre mostraba su lado humano, el lado sensible que se conectaba con su cámara y que se convertía en una herramienta de trabajo.
“Como maestro nunca fue irónico o grosero, eso sí era muy directo, pero siempre tenía algo que aportar, no cerraba el diálogo sólo para dar su opinión, era muy culto. Yo creo que la disciplina que él tenía era una respuesta a su pasión y de su humanidad de querer entender el mundo y que otros tuvieran la posibilidad de ver ese mundo”, cuenta Pilar.
Nacho y los pueblos indígenas
En distintos periodos, sobre todo en la década de los setenta, Nacho trabajó en el Instituto Nacional Indigenista (INI) documentando la vida de estos pueblos en distintas partes de la República. Esto le permitió un acercamiento íntimo a la cotidianidad de grupos en Oaxaca (ayuujk), Chihuahua (rarámuri), Tabasco (yokot’an), Jalisco y Zacatecas (wixárika), por mencionar algunos. La sensibilidad y humanismo del fotógrafo fueron pieza clave para retratarlos de manera digna. Incluso él admitía que siempre intentaba alejarse de lo “pintoresco”.
Decía que “la cámara fotográfica puede ser un instrumento de agresión o un enlace de amistad. En el primer caso, el fotógrafo-turista que llega a las comunidades indígenas con la carga de sus propios prejuicios, dispara su cámara como rifle sin ninguna consideración, buscando lo sensacionalista”.
“Él se consideraba un testigo. Le interesaba mucho, cuando iba a un poblado indígena, acercarse primero a los mayores y abuelos, convivía un tiempo con ellos, incluso se instalaba meses. Pedía permiso para quedarse y, tiempo después, para sacar la cámara; eso daba posibilidad a que la gente ya no lo viera como un intruso”, platica Pilar.
Al ver sus imágenes es evidente la importancia que le daba a sus retratados para que fueran ellos quienes contaran su propia historia. Nunca intentó ser el protagonista y era consciente de que él no pertenecía a su grupo. Álvarez Bravo escribió para la exposición Nacho López, fotógrafo que “la fotografía manejada por un ser pensante que se sirve de instrumentos más o menos exactos, es un lenguaje y él (Nacho) ha tenido la responsabilidad de lo que dice”.
La fototeca del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI) lleva el nombre Nacho López como homenaje al fotoperiodista por su valiosa producción visual acerca de los pueblos indígenas. Además, con ayuda de Alfonso Muñoz y Óscar Menéndez, planearon y organizaron en 1977 el Archivo Etnográfico Audiovisual, antecesor de este acervo. De acuerdo con datos del INPI, este archivo resguarda más de 400 mil imágenes de 1890 a la fecha, de las cuales más de mil 200 son de la autoría de Nacho. Las fotografías que contiene documentan visualmente diversos aspectos de las culturas originarias, así como las acciones institucionales.
Su fotografía se queda en la historia
Para Nacho, imprimir y clasificar sus fotografías era igual de importante que la acción de tomarlas, pues reconocía el valor histórico de la imagen como un documento de estudio. Andrés Garay relata que Nacho podía pasar horas en el laboratorio imprimiendo una foto; cortaba negativo por negativo, los metía en un sobre y ponía el positivo hecho contacto afuera para saber qué foto era. Tenía una clasificación muy compleja de muchas letras y números. “Era muy meticuloso, no tenía ayudantes, se metía solo con su café y su cigarro. Lázaro Blanco se molestaba porque decía que Nacho aventaba la ceniza para atrás y le podía caer a las tarjas; cuando estabas tanto tiempo en el cuarto oscuro era normal echarte tu cigarrito”.
Era tal la organización que tenía con sus negativos, que el escritor Juan Rulfo le confió su acervo fotográfico para que lo auxiliara en su primera exposición fotográfica organizada por el INBA, como lo menciona Óscar Colorado Nates en su tesis doctoral sobre Nacho. Aunque Rulfo tenía un ojo privilegiado, no conocía mucho sobre todo lo que implica una fotografía y el archivo.
Como muestra de su compromiso por resguardar y difundir su obra hecha de 1940 a 1980, Nacho vendió en 1986 su acervo –compuesto por 35 mil 654 piezas (32 mil 239 negativos y 3 mil 415 impresiones)– al Consejo Nacional de Fomento Educativo (CONAFE) y pidió que inmediatamente fuera entregado al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Actualmente, la Fototeca Nacional es la encargada de preservar parte de la historia visual de México que dejó.
Nacho: el hombre que venció al tiempo
La relación de Nacho con el tiempo es interesante, si comenzamos con el hecho de que su fecha de nacimiento siempre ha sido un enigma para investigadores e incluso para sus propios familiares, pues documentos oficiales arrojan años distintos entre 1923 y 1925; sin embargo, sus hijas Pilar y Citlali López se han encargado de hilar la historia y ambas coinciden en que todo indica que Nacho nació en noviembre de 1923… pero es un dato que mantiene un margen de error.
Lo que se sabe con seguridad es el día en que Nacho murió. Era 24 de octubre de 1986 cuando en Gelati 29, en San Miguel Chapultepec, se apagó el lente de Nacho a causa, de acuerdo con su acta de defunción, de un edema pulmonar no traumático. Andrés Garay platica sobre la historia de los últimos días de Nacho; es una anécdota dura que, sin embargo, ayuda a dimensionar la seguridad que tenía sobre quién era él y el tipo de vida que quería vivir: “Él fumaba mucho, se mató con el cigarro, le gustaban los Commander. Le dio un infarto, lo llevaron al hospital, le pusieron un marcapasos y le dijo el doctor: ‘Usted debe dejar fumar y de tomar, no puede comer cualquier cosa y no puede caminar en un buen tiempo’. Cuando lo fui a visitar a su casa después de salir del hospital lo primero que me dijo fue: ‘Cierra la puerta y vente de este lado’. Y veo que saca de debajo de la almohada unos cigarros. ‘¿Vas a fumar, Nacho?’, ‘¡Sí!’ ‘Oye, pero te puede hacer daño’, ‘No me interesa seguir viviendo así, Andrés’… Y a los tres días se murió. Nacho era un hombre muy coherente con lo que decía y hacía, pues no quería vivir bajo tantos cuidados, fue una forma de retirarse”.
Nacho murió sólo de manera física, pues su legado sigue siendo referencia entre fotógrafos y artistas visuales, pues logró que su fotografía traspasara el tiempo y generaciones.
«Las buenas fotografías resisten el paso del tiempo (como las buenas películas); a las malas inevitablemente se las come el tiempo. Un buen fotógrafo, ya después de muerto, podrá presumir de haber producido escasamente un par de fotografías realmente valiosas, no creo que puedan ser más», decía Nacho López.