Vivir de la música: una dura realidad en México
Fotos y texto: Paulina Mondragón/Estudiante del taller de fotografía periodística de Cuartoscuro
La primera vez que José Luis tomó un acordeón tenía 12 años y estaba estudiando la escuela primaria en un pueblo de Michoacán. De eso han pasado más de 40 años y su amor por la música es lo único que no ha cambiado en estas décadas.
Como todos los sábados, José Luis se alista desde temprano para ir a su base, como él la llama. La cita es a las 2 de la tarde en La Cruz en La Magdalena Contreras. Ahí se verá con su banda. El día anterior estuvieron durante horas en la base y no consiguieron ningún contrato. Pero eso no los desanima, hoy es un nuevo día y han decidido portar el traje de gala, el del saco amarillo con grecas en negro que forman una clave de sol. Es el de la suerte, con ese siempre los contratan.
José Luis vive en un pequeño cuarto en la Colonia Popular Santa Teresa. Lleno de sus cosas, desordenado porque como él dice: “pues es músico y así son los músicos.” Él tiene su casa en el Cerro del Judío, pero prefiere quedarse en el cuarto que renta porque está más cerca de sus empleos: el de albañil de lunes a medio día del viernes y el de músico, profesión que ejerce los fines de semana, además de estar a solo unos pasos de la mujer que es dueña de su corazón desde hace 10 años.
Antes de ir a tocar, José Luis toma una ducha, se rasura con el único recuerdo que le dejó su padre, unas navajas que guarda en una caja de latón, se peina, se viste y se echa perfume. Tres veces para que le traiga suerte. Y culmina colocándose el sombrero con un movimiento de reverencia ante dios, un saludo a su creador y creador de la música. Un ritual que repite cada vez que sale a la calle en espera de que alguien quiera disfrutar un rato de la música norteña que tanto le gusta.
Esa música que le recuerda a su niñez, a sus padres, a sus hermanos, a su pueblo y a su Michoacán, ese Michoacán que tuvo que dejar para venir a vivir a la Ciudad de México en busca en un mejor futuro. Atrás dejó La Piedad, La Huacana Zamora y Nueva Italia, pero se llevó en su corazón al acordeón, al bajo sexto y a la tarola, y los trajo al lado de su hermano a las calles del Pedregal de San Nicolás en donde nació su primer grupo, Los palomos del Norte.
José Luis está listo para reunirse con su banda, pero antes debe echar algo a la “panza” y darle un beso a su amada. Así que deja la tarola en su camioneta y camina unas cuadras al mercado local, en donde su mujer tiene un molino de chiles. Ella lo recibe todos los días a las 10 am para juntos tomar un cafecito y platicar de viejos recuerdos. No están casados, no viven juntos, pero se aman y saben que ningún papel los hará amarse más. Se conocieron 30 años atrás, en ese mismo mercado, cuando José Luis cantaba con su hermano en los pasillos y el esposo de ella aún vivía y juntos tenían su Molino de chiles.
Esos años fueron buenos para José Luis y sus grupos norteños. Solían tocar y cantar en los camiones de la Ruta 100. Se subían en el paradero de San Ángel y se bajaban en la Torre de Petróleos a comer unas mojarras fritas. Y luego regresaban a su casa, cantando en esos pintorescos camiones amarillos, haciendo lo que más les gustaba. Podían ganar hasta unos 200 pesos diarios por cabeza, mucho dinero en ese entonces. Eran unos chicos con suerte en un Distrito Federal que apenas comenzaba a entrar a la modernidad. Pero todo cambió en 1987 cuando el gobierno expidió los primeros permisos para microbuses. La chamba bajó y año con año el dinero de igual manera. En 1995 el gobierno de Óscar Espinoza Villareal anunció la quiebra de la Ruta 100 y con eso el futuro de José Luis se quebró también. No pudo recuperarse y ahora debía también mantener una familia, así que tomó a sus hijos y se fue pal norte a cruzar la frontera.
En Tennessee encontró cobijo y pudo retomar lo que más le gustaba, la música. Durante sus años del otro lado perfeccionó sus habilidades con el acordeón, se animó a cantar y le practicó a la tarola. Llegó a compartir escenario con los ídolos de la música grupera, Los Tigres del Norte, Bronco, Los Cadetes de Linares, Los Humildes y muchos más. Formó un grupo con otros paisanos, Impacto Norteño y comenzó a vivir el sueño americano. Sueño que le arrebataron un día cuando fue detenido al conducir por pasarse un alto, su licencia estaba vencida y eso provocó que la policía lo investigara hasta descubrir su secreto: era ilegal. Fue deportado y nunca volvió a ver a sus hijos. Dos niños, los mayores, y la niña, la pequeña.
Regresó al Distrito Federal y retomó la cantada norteña. Puso un Molino de chiles en su antigua colonia y decidió “hacer base” con su nuevo grupo norteño Terrenal del México en una de las esquinas más concurridas de la Magdalena Contreras, La Cruz. Ahí fue que volvió a ver a esa mujer que años antes hacía latir su corazón. La encontró un día en ese punto y la amistad revivió. El esposo de ella llevaba 2 años muerto, así que José Luis no perdió el tiempo y comenzó con el arte de la conquista, claro aprovechando que se sabía ganador, inició con una apuesta que le dio una cuantiosa comida y a la mujer que hasta el momento es su compañera de vida.
José Luis y ella puede que no compartan mucho, ya que el tiempo y el dinero escasean, pero siempre se dan ese momento para tomar su “cafecito” atender juntos un rato el molino y darse un beso de despedida. Deseando que alguna vez llegue el día en que por fin puedan ir al cine juntos.
Es la 1:15 de la tarde. La hora de la reunión con el grupo está próxima. José Luis sale del mercado, se sube a su camioneta y hace un trayecto de 15 minutos hasta La Cruz. Ahí ya lo espera uno de sus compañeros, se distinguen entre el mar de gente y autos por el amarillo de su saco. Faltan dos por llegar, pero la chamba debe comenzar. Hay que conseguir tocada, porque ayer estuvo flojo y hay que comer y pagar deudas. Pero antes hay que hacer un buen almuerzo para aguantar. Y la barbacoa del mercado es la más sabrosa que José Luis ha probado.
Después de un consomé caliente, dos tacos con mucha verdura y un refresco bien frío, comienza la labor. Se aborda a la gente, se hacen llamadas y se reparten tarjetas. José Luis lleva varias en las manos, pero no son de su actual grupo, no, son del anterior del que fue sacado hace tres meses por faltar a una tocada por la muerte de su hermano. En las tarjetas se lee, Grupo Albur Norteño, Representante José Luis Sánchez, y bajo unas gruesas marcas de corrector blanco aun se leen otros dos nombres y sus teléfonos. “No hubo dinero para hacer nuevas, por eso solo taché los nombres de esos que me dieron la espalda en los momentos más difíciles.” Y hace una mueca señalando discretamente al grupo norteño de al lado con sombreros de color claro y camisas con dibujos llamativos.
Unos 40 minutos después llega el cuarto integrante, el líder, el acordeón. Luce imponente con su saco amarillo, sus pantalones y botas negras y su sombrero adornado con una pequeña pluma morada. La espera se hace cada vez más larga. Los clientes no llegan, ni tampoco el cuarto integrante. La energía comienza a decaer. El sol de mayo golpea fuerte a todos los que no se refugian bajo una sombra. Nadie se acerca al grupo. Parece que Los diferentes de la Sierra tampoco esta vez conseguirán un contrato. Pero la esperanza no muere. Llega el cuarto integrante, después de esperarlo más de una hora, el grupo comienza a hacer su mejor promoción, tocar y cantar.
Luego de tres canciones, el celular suena. La llamada tan esperada por fin llega. El “caimán” les ha conseguido algo, y no está lejos de su base. José Luis guarda su tarola en el bolso y todos dejan sus instrumentos en el auto del líder del grupo. Los cuatro se suben al sedán y emprenden un viaje de 25 minutos hasta la colonia Lomas de Padierna, a las faldas del Ajusco. Ahí el “caimán” los espera. Les ha conseguido una pequeña fiesta familiar. Tocarán durante dos horas. Serán 5 mil pesos, menos, su comisión. Esta vez José Luis y su grupo llevarán dinero a sus casas, el saco amarillo sí les trajo suerte. Un día más lograrán vivir de la música norteña que tanto aman y respetan. Un género que está desapareciendo en la Ciudad de México, una tradición moribunda que parece ser no tendrá las armas suficientes para seguir en la lucha con los nuevos gustos musicales de los chilangos.