Vida Loca: Tebah González
La tercera fotografía que me muestra Tebah González es la de un rostro plácido. Rapado, con los labios acentuando una sonrisa probable, casi inexistente, y los ojos cerrados. Un joven de suaves rasgos transmite una profunda serenidad, paz similar a la que emana de las figurillas de santos y místicos que se bastan a sí mismos en la dicha contemplativa de existir. Además de tres puntos, una estrella y dos letras mayúsculas tatuadas a un costado de los pómulos, en sus párpados caídos está escrita una frase.
Tebah hace desfilar sus fotografías bajo la luz amarillenta que cae espesa del par de focos que alumbran el restaurante. Los meseros alrededor atraviesan el espacio sombrío en presuroso equilibrio llevando bandejas con carnes, quesos, tortillas, frijoles con “veneno” y salsas a los comensales que se sientan al amparo de dos ventiladores raquíticos, refugiándose del insolente sol del verano regiomontano. La temperatura afuera del local ha alcanzado los 45 grados.
–Éste tiene cara de angelito, de recién nacido, de que no ha roto un plato–, le digo a Tebah, volviendo al retrato del joven de párpados caídos.
–En la foto, porque en la vida real tiene cara de malo. Mira sus párpados, dicen: The end of my crazy life: el fin de mi vida loca–, Tebah ríe y hace una pausa mientras coloca con cautela el queso fundido en el taco de chamorro con frijol que lo espera en su plato–. Cuando mueres cierras los ojos, por eso se los tatuó así, para que quede el mensaje. Es raza loca.
Habla en tono pausado, con gentil tranquilidad. Su nombre de nacimiento es José González, pero casi todos lo conocen como Tebah. Porta una gorra de beisbol y una playera larga y ancha. Por poco más de diez años ha fotografiado y realizado videoclips con músicos de rap y pandilleros en Nuevo León. Entre las callejuelas que escalan las pendientes de las lomas y cerros marginales de la ciudad, Tebah ha entrenado su ojo. Su fotografía le ha permitido entrar a rincones de difícil acceso de la metrópoli en busca de imágenes que den cuenta de una realidad que subyace a la tradicional postal de bonanza de la ciudad de las montañas.
Su gusto por fotografiar nace a temprana edad. Siendo aún un niño, cuando terminó sus estudios de primaria, habiendo salido segundo de su generación en buenas calificaciones, gana un viaje al entonces Distrito Federal para asistir al parque de diversiones Six Flags México. Su madre le regala una cámara de rollo, una Kodak 110 y, aunque quedan movidas, con ésta hace sus primeras fotografías. Ya en su adolescencia se hace de una camarita digital de bolsillo, con la que improvisa tomando fotos a las personas que caminaban las calles del centro de Monterrey, así como de las fachadas de las casas, le fascinaban sus colores y la luz al estrellarse en ellas. Posteriormente, mientras estudiaba la carrera de diseño gráfico, toma una clase de fotografía. A partir de ese momento, entusiasmado al profundizar en el manejo de su instrumento, Tebah adquirió una cámara réflex y comenzó a incursionar fotográficamente en aquello que más llamaba su atención.
–Comencé sin saber muy bien lo que estaba haciendo, tomando fotos al barrio. Crecí en San Pedro 400, que antes era la Fome 22. Le empecé a hacer fotos a un compa y sus camaradas que eran malandrillos. Luego otros pandilleros les decían: “¿Qué onda? ¿quién te hizo esas fotos?”, y me llevaban con otra raza, les hacía fotos, y esa raza me recomendaba con otra y así empezó el giro. Después esas pandillas hicieron grupos de rap malandro, rap pandillero. Ellos me comenzaban a llamar entonces para que les hiciera videoclips para sus canciones. Esos grupos tenían sus clicas, o sea sus compas de pandilla, y yo aprovechaba para hacerles fotos a ellos, me gustaba retratarlos porque eran los que se veían más reales. Ya sabes, de esa raza que anda en la calle caminando sin playera, con tatuajes ya verdosos.
Seguimos revisando las fotos. Es la hora del almuerzo y el lugar comienza a llenarse. El vaivén de los meseros y sus charolas deja estelas de efímeros olores a costilla y tuétano, incienso típico en el rito de sobremesa de la ciudad.
–¿Tú anduviste en pandillas?
–No. Bueno, más o menos. Donde yo vivía había una pandilla que se llamaba “La onda” y como a tres cuadras estaban “Los zafados”. Pero yo nunca fui un pandillero como tal, de esos que andan con navaja y pistola, muy malos. Estaba chiquillo, entre los trece y los dieciséis. Nosotros éramos pandillas de niños, me tocaron dos que tres peleas nomás, de esas de antes. Nos peleábamos a piedras y una que otra vez a golpes. Íbamos a la colonia siguiente a buscar problemas, yo no sé ni por qué traíamos bronca con los otros güeyes.
Después de reír ante sus recuerdos de la infancia, Tebah hace una pausa y posa un dedo en la siguiente imagen.
–Mira ésta –es una fotografía en donde un hombre le apunta con un arma a la cámara–. La pistola tiene balas, yo no sabía, con el dedo en el gatillo y todo. Mientras tomaba fotos les decía “pero apúntale a la cámara, apúntame a mí”, y que la chingada. Ya cuando acabamos las fotos el bato se da cuenta y me enseña que la pistola está cargada, sin seguro.
Aunque no escupe balas, el arma con la que apunta Tebah también dispara. De alguna manera, documentar a las pandillas ha sido forma de acercarse a una vida anhelada, una exploración por la línea del tiempo que pudo haber tomado el curso de su vida. Rostros con apodos e historias van sucediéndose en las imágenes sobre la mesa.
En una esquina del restaurante una bocina moribunda y destartalada parece hacer un esfuerzo inmenso para dejar salir de su interior la voz de Lalo Mora, vocalista de los Invasores de Nuevo León. “¡Cielo azul, cielo nublado, cielo de mis pensamientos!”, canta la agrupación de música norteña. En la imagen que vemos ahora frente a nosotros hay un niño con una cicatriz pronunciada en el rostro. La mirada del infante sigue traduciendo algo de la inocencia infantil, pero una especie de aspereza, de madurez precipitada, comienza a endurecer su expresión. La Virgen de Guadalupe, aparecida tras él en un mural en la pared, parece velar por su cuidado.
–Me gusta andar caminando entre las calles del barrio y ver a esos morros, siento que se ven bien reales, bien morros de calle. Me motiva estar en un lugar donde no cualquier persona se atrevería a ir. Y aparte retratar a la raza en el lugar donde viven y hacerlos ver como lo que son. Muy cruda la onda, me gusta retratar a esas personas.
Lo real, sustrato inasible de difícil definición que suele escurrirse de la vida diaria secuestrada de posturas y apariencias fugaces, parece ser motivo y búsqueda en la fotografía de Tebah. Para captarla, para intentar hacerlo, deberá escarbar en los escombros de la sociedad.
-¿Qué significa para ti la fotografía?
–No le doy tantas vueltas a definirlo. Para mí, fotografiar es registrar la historia, lo primero en lo que pienso antes de hacer una foto es en cómo se verán esas personas, o eso que retrato, dentro de diez a veinte años. Pero personalmente la foto me hace sentir pleno, me ha dado la oportunidad de encontrar a mí mismo, de conocer y conectar con muchísimas personas y seguir aprendiendo e investigando.
La imagen siguiente es de un hombre con el pecho y el cuello repleto de tatuajes. Me detengo en ella.
–Ese bato ya murió, le decían “El diablo”. No sé qué le pasó, nomás me dijeron que ya había muerto. Mira sus tatuajes, trae puros demonios, puros diablitos y, en la espalda, la Santa Muerte.
Por unos segundos ambos miramos en silencio el pecho del difunto “Diablo”. Reconozco los monigotes y demonios sonrientes dibujados en su piel.
–Los tatuajes son algo que me llama mucho la atención –continúa Tebah–. Yo me doy cuenta cuando la gente trae tatuajes que son símbolos de pandillas, que significan algo, que son tatuajes carceleros o hechos en el barrio con máquina hechiza. Eso es lo que a mí me gusta más, cuando es real. Volvemos a lo mismo, a lo real.
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