SOMBRAS Y SILUETAS
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Por Pedro Anza
Las siluetas y sombras pueden revelarnos la naturaleza absurda que domina la mayoría de nuestros actos. Pareciera que los tentáculos del tiempo no pueden sujetarlas; en su reino sólo sobrevive del humano un halo o un vestigio de lo incorpóreo, quizá sólo un guiño metafórico de ello. Vestidos de sombra o silueta quedamos reducidos a la ausencia misma —ausencia de carne y también de espíritu— y sólo queda de nosotros una especie de autorretrato fantasma o un vago trazo de nuestro estatismo y nuestro movimiento.
Las sombras son la mera acción sin otra fuerza que la inercia de la luz cincelada sobre el mundo material, sin otra representación que el contorno bidimensional de algo parecido a un sujeto, pero des-subjetivizado, desposeído de sí, ni objetivo ni subjetivo, ni cuerpo ni mente, sólo la ausencia de luz marcando el paso en la más serena quietud o en constante desplazamiento.
Ahí las vemos: Una ciudad inundada por sombras y siluetas, sombras viandantes y sombras máquina, los niños de tres sombras juegan en un subibaja mientras ellas se recuestan en el pavimento veraniego de algún parque, vemos una cartelera del cine Lumière que anuncia a dos sombras limpiando sus próximas funciones, un atareado hombre de traje huyendo de su sombra que bosteza de aburrimiento, unas siluetas vuelan papalotes bajo un cielo enfurecido, todo en sombras, todo en siluetas, impregnadas en postes escondidas detrás de decoraciones de papel picado, una sombra de sombrero queda atrapada entre dos miradas, una silueta turbulenta se desplaza por los cielos a gran velocidad vigilada por un astro, familias de sombras aprovechan las fuentes de la ciudad como refugio a las altas temperaturas, dos siluetas uniformadas vigilan bajo un cielo movedizo.
Y entonces tenemos un atisbo en el entendimiento de su lenguaje. ¿Y si nos abandonamos a las sombras? Si dirigimos nuestra plena atención a su mundo e intentamos abstraer de nuestro campo visual, haciendo uso de nuestra percepción selectiva, todos los rincones burdos, de carne y de materia, de densidad y de pesadez, o al menos si logramos arrojar todos esos significados al vacío y retener en nuestro universo inmediato sólo la inocencia de las sombras que se deslizan sin violencia, sin ruido?
Entonces podremos sumergirnos –aunque sea en una especie de simulacro– al cosmos de las sombras, experiencia estética desafiante, de formas deformadas, de contornos inexactos, de absoluto silencio y tal vez, al desdoblar la cabeza e intentar regresar los ojos a las polaridades, descubramos que nos es imposible volver a nuestra antigua mirada, y que participamos ahora en un desfile incesante de sombras (algunas a velocidades vertiginosas, en caída libre, otras en contemplación y quietud absoluta) sin poder distinguir cuándo es nuestra sombra lo que vemos proyectado en el pavimento y cuándo somos la sombra que refleja su carne en las paredes.
Las siluetas y sombras pueden revelarnos la naturaleza absurda que domina la mayoría de nuestros actos. Pareciera que los tentáculos del tiempo no pueden sujetarlas; en su reino sólo sobrevive del humano un halo o un vestigio de lo incorpóreo, quizá sólo un guiño metafórico de ello. Vestidos de sombra o silueta quedamos reducidos a la ausencia misma —ausencia de carne y también de espíritu— y sólo queda de nosotros una especie de autorretrato fantasma o un vago trazo de nuestro estatismo y nuestro movimiento.
Las sombras son la mera acción sin otra fuerza que la inercia de la luz cincelada sobre el mundo material, sin otra representación que el contorno bidimensional de algo parecido a un sujeto, pero des-subjetivizado, desposeído de sí, ni objetivo ni subjetivo, ni cuerpo ni mente, sólo la ausencia de luz marcando el paso en la más serena quietud o en constante desplazamiento.
Ahí las vemos: Una ciudad inundada por sombras y siluetas, sombras viandantes y sombras máquina, los niños de tres sombras juegan en un subibaja mientras ellas se recuestan en el pavimento veraniego de algún parque, vemos una cartelera del cine Lumière que anuncia a dos sombras limpiando sus próximas funciones, un atareado hombre de traje huyendo de su sombra que bosteza de aburrimiento, unas siluetas vuelan papalotes bajo un cielo enfurecido, todo en sombras, todo en siluetas, impregnadas en postes escondidas detrás de decoraciones de papel picado, una sombra de sombrero queda atrapada entre dos miradas, una silueta turbulenta se desplaza por los cielos a gran velocidad vigilada por un astro, familias de sombras aprovechan las fuentes de la ciudad como refugio a las altas temperaturas, dos siluetas uniformadas vigilan bajo un cielo movedizo.
Y entonces tenemos un atisbo en el entendimiento de su lenguaje. ¿Y si nos abandonamos a las sombras? Si dirigimos nuestra plena atención a su mundo e intentamos abstraer de nuestro campo visual, haciendo uso de nuestra percepción selectiva, todos los rincones burdos, de carne y de materia, de densidad y de pesadez, o al menos si logramos arrojar todos esos significados al vacío y retener en nuestro universo inmediato sólo la inocencia de las sombras que se deslizan sin violencia, sin ruido?
Entonces podremos sumergirnos –aunque sea en una especie de simulacro– al cosmos de las sombras, experiencia estética desafiante, de formas deformadas, de contornos inexactos, de absoluto silencio y tal vez, al desdoblar la cabeza e intentar regresar los ojos a las polaridades, descubramos que nos es imposible volver a nuestra antigua mirada, y que participamos ahora en un desfile incesante de sombras (algunas a velocidades vertiginosas, en caída libre, otras en contemplación y quietud absoluta) sin poder distinguir cuándo es nuestra sombra lo que vemos proyectado en el pavimento y cuándo somos la sombra que refleja su carne en las paredes.