RODRIGO MOYA. RECREAR LA REALIDAD
Por Alberto del Castillo Troncoso
Es conocida la anécdota que refiere que cuando Rodrigo Moya publicó su primera portada en la Revista Impacto, el 21 de noviembre de 1956, Nacho López le regaló un ejemplar de “La familia del hombre”, de Edward Steichen, una exposición fotográfica que le dio la vuelta al mundo en aquella época y que funcionaba como paradigma para los profesionales de la lente, transmitiendo una visión optimista que borraba las diferencias culturales para exaltar la supuesta esencia universal de la familia occidental de la posguerra.
Aquel regalo fraterno fue interpretado por Rodrigo como una bienvenida al club del fotoperiodismo y un espaldarazo simbólico de uno de los representantes más significativos de la historia de la fotografía en México. Sin embargo, en unos cuantos años, Moya fue más allá de las coordenadas sugeridas por el fotógrafo alemán y construyó una visión crítica de la realidad social mexicana y latinoamericana.
La obra de Moya recoge una tradición documental que podría remontarse a la Revolución Mexicana, cuando los fotógrafos abandonaron la seguridad del estudio y se vieron obligados a enfrentarse a una realidad caótica y vertiginosa que planteaba nuevos retos. Los encuadres y las composiciones arriesgadas y el registro de los nuevos actores sociales en movimiento transformaron la fotografía decimonónica y le impusieron nuevos parámetros.
El ascenso de la fotografía documental y su cúspide, representada por los trabajos de Eugene Smith, Dorothea Lange y Walker Evans, entre otros personajes que sacudieron con sus imágenes las conciencias en las décadas de los treinta y los cincuenta, así como la irrupción vigorosa y fresca del neorrealismo italiano y su dramática puesta en escena del mundo con todos sus matices y contradicciones, significaron dos vías de conocimiento y representación que estuvieron presentes en el universo de Rodrigo Moya en los años vitales en que ejerció la fotografía.
Aunado a lo anterior, conviene subrayar que el trabajo de nuestro autor transcurrió en una coyuntura difícil, en la que el predominio y auge de un régimen de partido de Estado controlaba la esfera pública y dejaba muy pocos espacios para las voces críticas y disidentes. En estas condiciones, la censura y, sobre todo, la autocensura, afectaron de manera muy importante las maneras de retratar la realidad por parte de los profesionales de la lente. Sólo la creación de la “doble cámara” por parte de Moya pudo salvar esta circunstancia, al permitir al autor la posibilidad de imaginar otro tipo de imágenes, cuyo destino final no podía ser la publicación en las revistas ilustradas de la época.
La posguerra y la Guerra Fría constituyen las coordenadas políticas en las que se desarrolló su trabajo. En este sentido, la cámara del fotógrafo se construyó como una lente militante que participó en todo tipo de combates y que si bien convivió con los dogmas y las limitaciones propias de la izquierda de aquellos años, superó también la ortodoxia panfletaria y la denuncia miserabilista en la que quedaron atrapados algunos de sus colegas y compañeros de ruta, con una visión humanista y la calidad y el talento de un enfoque creativo, que lo vincularon con lo mejor de la literatura, la gráfica, el cine, la pintura y el teatro.
En efecto, el nexo con escritores, artistas y pensadores que marcaron un quiebre en el ejercicio intelectual y artístico de la época resulta muy relevante para ubicar los senderos por los transitó Moya en aquellos años. En su archivo pueden encontrarse fotografías y retratos íntimos y certeros de personajes de distinto
calibre en el mundo de la cultura, como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Antonio Rodríguez, Renato Leduc, Carlos Monsiváis, Eduardo del Río (Rius), Manuel Felguérez, Rubén Gámez, Eraclio Zepeda, Juan Soriano, Osvaldo Guayasamín y Carlos Pellicer, entre muchos otros.
No se trata de retratos aislados, sino de secuencias fotográficas. En algunos casos importantes, se trata de un vínculo personal, que explica la presencia de la cámara en la intimidad del sujeto retratado. El dato no es casual, sino que apunta a una premisa fundamental para comprender la obra de Moya: la cercanía vital con estos personajes forma parte de la visión del mundo del autor.
Un episodio central de este proceso es el que se refiere al teatro, el cual experimentó una gran renovación a mediados del siglo pasado, con la irrupción de frescos proyectos culturales como “Poesía en Voz Alta” y el “Teatro Trashumante” y directores como Juan Ibáñez, Héctor Mendoza, Juan José Gurrola y Héctor Azar, quienes siguieron las pistas trazadas por Rodolfo Usigli, Salvador Novo y Xavier Villaurrutia unos años antes y se regodearon en la búsqueda de un lenguaje propio, muy distante de las convenciones anquilosadas del realismo costumbrista y de un nacionalismo ramplón que definía y limitaba una parte importante de la cultura nacional en aquella época.
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La cobertura puntual de Moya en torno a decenas de ensayos y estrenos de muchas obras de dichos movimientos y de estos y otros autores enriqueció notablemente la visión del mundo del fotógrafo con gestos, movimientos corporales y cierto tipo de escenografías que le permitieron obtener composiciones y encuadres muy singulares, que potenciaron las expresiones creativas y lúdicas aplicándolas de manera paralela a sus registros documentales cotidianos.
Uno de los puntos centrales para descifrar la mirada de nuestro autor consiste en considerar su propia voluntad de posicionarse como un outsider respecto a su práctica profesional y política. El dato es significativo, en la medida en que nos ayuda a ubicar la postura del autor respecto a los circuitos comerciales y culturales de la época. La militancia comunista del fotógrafo transcurrió dentro de este tipo de lineamientos, que si bien limitaron el conocimiento de su obra y una valoración de su calidad, también propiciaron otro tipo de usos políticos de su fotografía y su circulación y recuperación por parte de distintos movimientos sociales.
Moya vivió intensamente los cambios culturales que sacudieron a México a finales de los cincuenta y se profundizaron en los siguientes años. Resulta muy simbólico que su primera portada en el mundo del fotoperiodismo tuviera como protagonista central a la sensual Gloria Ríos, con su danza rocanrolera – “epiléptica y enloquecida”, de acuerdo a las crónicas de la época–, que tanto asustaron a las buenas conciencias de la época. El tono irónico e irreverente constituye una de las constantes en su obra, que lo rescatan de la solemnidad y lo alejan de los planteamientos y las posturas alienadas con lo “políticamente correcto”.
Ahí quedan para los lectores algunos gestos, que constituyen indicios para leer entre líneas en el complejo tablero que constituye una parte significativa de su obra: su voluntad de seleccionar una fotografía de un soldado orinando junto a un letrero titulado: “Demoledores técnicos”, en la mitad de un reportaje periodístico sobre una golpiza generalizada contra los maestros en el 58; su merecido premio por parte de la “Liga de la Decencia” y su ingreso directo al manicomio, dictado por su gran amigo el caricaturista Rius, al convertirse en “el único de 4,568 fotógrafos” capaz de tomar y publicar fotos de la bellísima Fanny Cano vestida y no desnuda, como resultaba la natural expectativa de los lectores de las revistas ilustradas de la época; su solidaridad con el antropólogo norteamericano Oscar Lewis, al utilizarse sus fotos de la vecindad “La Blanca” de Tepito para un reportaje que lamentaba la decisión del honorable Fondo de Cultura Económica de no reeditar “Los hijos de Sánchez”, reculando de esa manera frente a las presiones de ciertos sectores de la derecha y escudándose para ello en una serie de argumentos técnicos, y, finalmente, su listado de recomendaciones y sugerencias –junto con su inolvidable amigo, el periodista Froilán Manjarrez– a los candidatos a diputados del partido oficial y su enérgica y entrañable defensa del libre ejercicio de “los forzudos” en los espacios públicos y el derecho de las personas a ostentar su obesidad frente a los cotos restringidos de los clubes deportivos elitistas y la imposición del cumplimiento de ciertos cánones de belleza.
Los ejemplos, tomados de sus propios trabajos, son diversos, pero el mensaje es el mismo: la reivindicación política y estética de un universo heterogéneo y diverso frente a posturas únicas y edificantes. Moya ejerció su trabajo en una época dominada por la teoría del “instante decisivo” de Henri Cartier- Bresson, según la cual el fotógrafo se convertía en un cazador furtivo de imágenes, siempre al acecho de que las cosas ocurrieran de una cierta manera y sin interferir en manera alguna con el devenir de las mismas.
A medio siglo de distancia, mucha tinta ha corrido respecto a estos temas y otras ideas entrado al circuito de fotógrafos, críticos e investigadores, replanteando los antiguos principios y poniendo sobre la mesa otros argumentos que matizan el poder retentivo de la cámara y su relación objetiva con las cosas y analizan otras posibilidades que valoran la relación entre la imagen y la realidad desde otras premisas y planteamientos.
La pretendida pureza documental ha pasado a mejor vida en el inicio del nuevo siglo. Pero, al mismo tiempo, la terca realidad sigue ondeando su bandera frente a las posturas posmodernas que han postulado, apresuradamente, el fin de la historia.
De esta manera, podemos concluir que la fotografía peatonal o ambulante de Moya no deja un ápice para la espontaneidad o la improvisación. Se trata de una mirada documental con un ojo muy entrenado en la formación de encuadres y composiciones que denotan todo un bagaje cultural y estético que no deja ningún resquicio a la casualidad.
Al igual que otros grandes fotógrafos de su época, como Nacho López o Walker Evans, Rodrigo Moya no sólo registró la realidad, sino que la recreó con un estilo y una mirada muy personal, que por la propia densidad de su bagaje y contenido se convirtió en una visión del mundo.
*Texto leído durante el homenaje al fotógrafo Rodrigo Moya, en el marco de la VIII edición del Festival Internacional de la Imagen, el 4 de mayo de este año en la Universidad Autónoma del
Estado de Hidalgo.
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