Largometraje La cancha no tiene la culpa por Pedro Anza
Tenía pocos días de haber entrado en contacto con Samuel. Lo hice a través de su correo electrónico; una amiga, quien era locutora de un programa musical en una estación local universitaria, me había pasado su contacto. Nuestro intercambio electrónico fue escueto, le envié una extensa carta en la que me presentaba como periodista y antropólogo en formación y le explicaba las razones que me llevaban a acercarme a ellos. Le propuse realizar una serie de fotografías y ver qué válvula de escape podía dársele.
–Pues más próximo el inicio del torneo nos ponemos de acuerdo, son cosas delicadas, pero supongo que si Pau te recomendó es por algo. La idea me parece buena así que le empezamos a dar forma cuando gustes, saludos y que estés bien– me respondió a los pocos días Samuel Reyes, líder de la barra Libres y Lokos.
Quedamos de vernos afuera de la 6ª puerta, la puerta de acceso de la barra al Estadio Universitario, en un partido que Tigres jugaría de local. Llegué dos horas antes del juego y me acerqué al punto convenido, llevaba una mochila al cinturón en donde guardaba un telefoto, otra mochila a la espalda y la cámara de fuera exhibiéndose colgando a mi costado izquierdo. De inmediato miradas se dirigieron hacia mí, me examinaban, unas con más atención que otras. Faltaba un buen rato para el inicio del juego, pero podían contarse ya unos 80 miembros de la barra alrededor de la puerta. Yo caminaba de un lado al otro por fuera del enrejado, buscaba a Samuel con la mirada, conocía ya su cara, pues lo había visto en entrevistas en los noticieros de la televisión local. Me acerqué entonces a un grupo de hinchas sentados en una banqueta, uno de ellos me observaba con más fijeza y desconfianza que los otros; descamisado, lucía en el pecho un tatuaje con la imagen de Andrés “Cuqui” Silvera sacando la lengua en pleno festejo de gol, subrayado por unas letras negras que leían «Negro Cumbiero».
–¿Qué hay?, una pregunta… estoy buscando a Samuel, ¿sabes dónde puedo encontrarlo?
Los dos o tres grupos más próximos al de mi interlocutor hicieron silencio, escuchaban y miraban con atención; al menos tres de ellos observaron la mochila que cargaba al cinturón como intentando descifrar su contenido. Sus miradas husmearon mi apariencia. En ese momento me sentí como un forastero que entra por las puertas de madera a la cantina de un pueblo remoto y hace una pregunta impertinente al cantinero ante el escrutinio de forajidos que se reúnen a tomar cerveza y jugar a las cartas.
–Por aquí andaba, cálmate tantito y ahorita llega, ¿eres reportero o qué?
Respondo que sí, que había acordado verme con él.
La densidad de miradas se diluyó y los mirones de alrededor retomaron sus conversaciones.
–¡Ah, ya está, carnal! Si no, mira, dale para allá, a lo mejor anda de aquel lado, donde está el puesto, ahí pregunta, como quiera todos lo conocen– me dijo en tono amable y servicial señalando hacia su izquierda.
Caminé hacia allá. A unos treinta metros de la 6ª, con un pañuelo rojo en la frente y una playera negra sin mangas, estaba Samuel sentado en el suelo, recargado en una reja, hablando con enjundia a un grupo de muchachos hincados que lo escuchaban con una atención reverencial formando un círculo a su alrededor; tiene la nariz y el semblante de tlatoani, lo cual acompasa su mirada severa. Aunque sonreía de pronto, parecía que los regañara; aguardé a que terminara de hablar y me acerqué.
–¿Qué tal, Samuel. Soy Pedro, el amigo de Pau Jiménez, te escribí un correo sobre unas fotografías de la barra.
Se hizo el mismo silencio que unos momentos antes.
–¿Qué onda, bato, qué ocupas?, ¿en qué podemos ayudarte? –me dijo Samuel al tiempo que me volteaba a ver. Su tono de voz era asertivo y enfático. Comencé a exponer la misma idea que en el correo electrónico, pero cuando iba a alcanzar la cuarta o quinta frase me interrumpió de pronto.
–Sí, bato, cuenta con ello, nomás que ahorita ando ocupado, mira, busca a un bato que le dicen Llanes, creo que ya llegó, por ahí anda en la 6ª. Explícale tu idea, yo ya le dije que venías, velo con él y al rato, al final del juego, me buscas en La Flama y hablamos chido.
–Así le hacemos – contesté al tiempo que le tendí la mano.
–Chido, Pedro –me dijo Samuel al despedirnos, y comencé a caminar en busca de Llanes. Mientras me alejaba escuché las risas de Samuel y de los muchachos que duraron unos segundos antes de apagarse de nuevo en el mismo tono severo del líder.
Como parte de un trabajo de grado en antropología y con la intención de ofrecer una mirada etnográfica que profundiza en las complejidades del fenómeno del barrismo en Nuevo León, mirada que a mi juicio no suelen ofrecer – al menos en lo referente al fenómeno en cuestión- los discursos visuales producidos por los medios de comunicación, a finales del año 2014 incursioné con mi cámara en el mundo de la barra Libres y Lokos, el grupo de animación de los Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Los relatos anteriores corresponden a algunas de las impresiones de los primeros días de trabajo de campo etnográfico. Durante este proceso, que en un principio inició como una acercamiento con propósitos académicos, comencé a registrar en video también aspectos de la vida cotidiana y social de algunos de los miembros del grupo.
De este encuentro, y después de un proceso intermitente de producción que duró algunos años, surgió el largometraje documental La cancha no tiene la culpa, el cual fue galardonado con el Cabrito de Plata en la categoría de Largometraje de Nuevo León, en el Festival Internacional de Cine de Monterrey, el presente año. Sin pretender ser una mirada total, el documental, La cancha no tiene la culpa busca responder a una serie de preguntas de índole antropológico alrededor de las nociones de identidad y de sentido de pertenencia.
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