LA CASA QUE SANGRA
Fotos por Yael Martínez
Texto por Ana Luisa Anza
Quiero hablarte, pero me quedo callada. No tengo palabras para tus tres ausencias. Una, la del que se fue sólo con la certeza de estar a mediados de su segunda década, de ser padre y ser víctima de una muerte cuya causa no convence a nadie. Dos más, la de la incertidumbre, las de la marea de sentimientos, las del apego a la esperanza, las que sólo experimentan en la piel y el alma quienes oyen en su vida cotidiana —y desde hace más de tres años— ese adjetivo que se ha vuelto verbo en nuestro país: desaparecidos. Una no cualidad del ser. Una imposibilidad tan recurrente. Desaparecer, en la nada.
Quiero hablarte como madre, Amada, pero no podría decir nada que no hayas escuchado hasta el cansancio. Por eso me quiebra tu fotografía, esa que nos muestra cómo te cortas el pelo, dejando atrás, comenzando de raíz, intentando quitar la mugre de este México que permitió que en unos meses tres de tus hijos se fueran. Tu cabello en el piso guarda los recuerdos de risas infantiles, de juegos de niño guerrerense, de adolescencias que no viste terminar porque se fueron. Dejas con tu cabello el dolor y se renueva el recuerdo y la presencia de tus hijos: David tenía entonces 18. Nacho, 19. Javier estaba en la cárcel, poco antes de su muerte inverosímil…
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