El último escribano: un trabajo de Eduardo Moreno
Texto y fotos por Eduardo Moreno
Don Luis, el escribano, nació en un pequeño pueblo a orillas del Lago de Chapala. Su infancia tuvo aroma de campo y él enseñanzas de pájaros y estrellas. Sus fantasías flotaron a la deriva de ese espejo contenido entre montañas y brumas mañaneras. Su niñez ingenua convivió siempre con las letras y pudo así desarrollar una elocuencia más madura que la edad que tenía, la cual le llegó por las armas de las historietas y los libros.
Desde muy joven una vieja máquina de escribir se cruzó por su camino. Entre metales, cintas, teclas y rodillo se hizo amigo de la palabra escrita y supo ponerles nombre y apellido a muchas cosas y situaciones.
En el caserío donde vivía, Luis, que en ese entonces no cargaba con la carga de ‘Don’, ocupaba sus días y partes de sus noches a copiar escritos y poemas, y tal vez a escribir los suyos propios en papeles deslucidos. Era uno de los pocos que leían y escribían en ese pueblo y pronto le llegaron los encargos.
Cuenta que un amigo un día le pidió salir de su casa y afuera cerca del lago, le confesó que estaba enamorado y si bien sabía garabatear cosas con la pluma, la inspiración no le llegaba y eso le causaba mucha zozobra.
– Tú eres un poeta y te brotan las ideas, pero escribe con tu máquina para que no identifiquen que no es letra mía – recuerda que le dijo. Poco a poco, de pedido en pedido y de carta en carta, se familiarizó con acentos, notas y palabras, y se fue haciendo de una clientela considerable. Luis se convirtió en el autor de anónimo teclado y vida nocturna.
Con los años, la suerte y el éxito le permitieron comprar una máquina de escribir Streamliner nueva y abrir un pequeño negocio que lo empujo a convertirse en un ‘notario de la calle’, como él mismo se denominaba. Tenía escasos veinte años. En ese entonces no había ciber cafés, internet ni computadoras. Reinó solo un cierto tiempo y luego gradualmente le surgió la competencia y se abrió en los portales del pueblo la calle de los Escribanos, ahí fue a dar Don Luis y sin pensarlo se convirtió a esa profesión y se inscribió en la universidad de la vida, graduándose con su máquina en el arte de escribir cuentos, versos y cartas. Atesoró palabras de desengaño, amor, secretos y promesas.
Cuenta que un día se independizó de su familia y se fue a vivir a una casa al extremo del pueblo del lado de la montaña, donde le acompañó un amor nacido de las cartas. Vivía en un espacio poblado de santos, puros, tabaco y libros. Ahí rezaba todas las mañanas antes de salir a trabajar, implorando que hubiera más cariño, amistad, y deseos y una necesidad creciente de palabras escritas y clientes.
Todos los días caminaba con su burro, cruzando el poblado, llevando sobre el lomo del animal, su máquina Streamliner, una mesa patas para arriba que le servía de escritorio y un machete, ‘por si se ofrecía algo’. La Plaza Principal del pueblo era su destino, donde instalaba su oficina. Poco a poco se fue quedando solo, sentado a la orilla del mundo de los Escribanos, que fueron desapareciendo y un día le faltaron los amigos de profesión y le sobraron los clientes.
En una armonía rural, casi bucólica, regresaba cada mañana a la Plaza, abriéndose paso por un laberinto de calles que se sabía de memoria, igual que su burro, el cual amarraba a una de las bancas desde donde oía todo lo que Don Luis contaba y escuchaba la sonoridad del teclado que hacía tec, tec, tec, y luego trrr, hasta que veía salir una hoja blanca reluciente que se equiparaba con la sonrisa de los interesados.
El aroma del campo, los pájaros y las estrellas vieron envejecer a Don Luis y notaron que perdía muchos clientes, aun así, seguía fiel a una profesión que desaparecía, hasta que él fue el último de una especie en vías de extinción, con los tec, tec repetidos, los cuales seguían contando historias de amor y recuerdos, o tal vez, otras de odio y olvido.