EL AMOR QUE YA SE FUE

Por Elena Poniatowska
¿Por qué se interesó Bernardo Aja de Maruri por Los trescientos y algunos más? Supongo que lo atrajeron porque nadan contra la corriente y, como los salmones, hacen un esfuerzo inaudito para remontar el río y vencer a esa tromba de agua que se les viene encima dispuesta a aniquilarlos. Bernardo Aja tomó fotos desde los catorce años cuando sus padres en Santander le regalaron una camarita y consignó en blanco y negro los días y las horas de su familia, captó a su hermana regando un rosal y finalmente, a los dieciocho años, voló de España al Santa Mónica College, cerca de Los Ángeles, para seguir en la fotografía.
Sorprende que un joven como Bernardo Aja de Maruri, nacido apenas en 1973, se apasione por la antigua aristocracia mexicana, hoy poco visible de tan desfalleciente. También sorprende enterarse que durante más de dos años fue el fotógrafo personal de Alberto Fujimori en Perú y, durante más tiempo aún, el fotógrafo de la Casa Real española en Madrid. A pesar de su juventud, ha expuesto su EntreMuros en Sotheby’s, en Guadalajara, en Nuevo Laredo, en el Museo Tlatelolco, en la Bienal de Florencia, en la Fundación Reina de España, en la Complutense en Madrid, en Lisboa y más recientemente en la Casa de América, en Madrid. En Lima, Bernardo se enamoró de una peruana con la que vivió felizmente casado ocho años.
Quizá fueron esos ocho años que acendraron su amor por América Latina porque a los cuarenta se mudó a México, un país “de mucha efervescencia”, en el que se hizo de dos grandes amigos, Guillermo Tovar y de Teresa —quien murió en 2013 y nos privó de su sabiduría y su asombrosa erudición— y Diego Ibarra Corcuera, escritor y propietario de la hacienda Estipac, en el estado de Jalisco. Tovar y de Teresa, quien resultó más sabio y más seductor que todos los sabios con quienes se codeaba, murió absurdamente a los 58 años y la foto que Bernardo Aja le tomó en uno de los espejos de su casa congela para siempre lo que fue. Las haciendas son la prueba más contundente de la alcurnia de la “gente bien”.
Los Torres Adalid fueron dueños de la Hacienda de Ometusco y la de Espejel en los llanos de Apan y la de San Buenaventura, con su comedor para cien personas. Los Bernal remozaron La Gavia, como también lo hizo Eduardo Iturbide con Pastejé, al convertirla en la ganadería que produjo a uno de los toros de lidia más nobles de la historia de la tauromaquia, “Tanguito”. Jaltipa perteneció a la familia Garamendi y José María Rincón Gallardo, Marqués de Guadalupe, cuidó de Ciénega de Rincón y de La Troje, mientras que Alfonso Rincón Gallardo, Duque de Regla, de Ciénega de Mata. Antonio Cortina y Goribar iba con frecuencia a supervisar sus tierras en torno a La Noria. Felipe Iturbe Idaroff pasaba largas temporadas en La Llave, en Querétaro, y Emmanuel Amor se distinguió en Morelos por ser un hacendado que trató mejor que ningún otro a sus peones en su hacienda de San Gabriel (como lo confirma el historiador John Womack).
Emiliano Zapata fue caballerango de Emmanuel Amor, de Pablo Escandón y amansó los caballos de otras haciendas de Morelos como la del yerno de don Porfirio, Ignacio de la Torre, que apareció en aquella célebre fotografía de los 41 que juntos, a la par y unidos, festejaban su preferencia sexual. En 1956, Carlos González López Negrete, el Duque de Otranto, publicó un grueso libro forrado de terciopelo carmesí —“El registro de los trescientos”— que se imprimió en la editorial Stylo, en la calle de Durango 90. Doy la dirección porque las colonias Juárez y Roma eran porfirianas, las de la aristocracia de ex hacendados y de la “gente decente” o “gente conocida”, que vivía en calles con nombres de ciudades europeas: Génova, Niza, Berlín, Liverpool, Hamburgo, que años más tarde habrían de transformarse en la alivianada Zona Rosa de los happenings de José Luis Cuevas y Carlos Monsiváis, hoy de capa caída.
Dedicadas a la atención de su hogar y a la esmerada educación de sus hijos, las Mier, las Cortina, las de Iturbe, las Ortiz de la Huerta, las Fernández del Valle, las Escandón, las Arrigunaga, las Riba, las Rincón Gallardo, las Corcuera, las Martínez del Río, las Romero de Terreros, “de reconocido señorío y donaire”, formaban la élite capitalina culta y virtuosa, de “proverbial elegancia y buen gusto” que sabían recibir en sus casas traídas directamente de París. En Francia, sus casas con mansarda y aleros para la nieve, se habrían llamado hotels particuliers por sus dimensiones y su entrada trasera destinada al “servicio”; en México eran réplicas de Bellas Artes con sus mármoles de Carrara y su telón de Tiffany único en el mundo. En ellas vivían en la cúspide de la nobleza y de las buenas maneras los Mier y los Cortina, los Arozarena y los De la Barra, los Landa y los Buch, los Riba y los Supervielle, los Arrigunaga y los Martínez del Río, los Villamil y los Sánchez Navarro, los Escandón y los Rule, y sólo 300 más entre quienes se contaban doña María Cristina Gavito de Jauregui, condesa de Altamira, duquesa de Atrisco de Sessa, sucesora de la marquesa de Pico de Velasco.
Las damas de la aristocracia mexicana tenían un exquisito gusto para la elección de ropa y alhajas que sólo rivalizaba con sus muebles de Boule y de Chippendale y la nobleza de sus costumbres que revelaban ante todo su espíritu cristiano.
n su recámara era fácil ver al lado del inmaculado lecho matrimonial un prie-dieu en espera de sus rodillas y sus oraciones. En Puebla de los Ángeles, las esposas de los Caballeros de la Orden de Guadalupe, así como las de los Caballeros de Colón, solían prepararle a su cónyuge, el viernes en la noche, una tasa de chocolate caliente (que también acostumbraban beber despacito prelados y sacristanes) para incitarlos a caer en la blancura de las sábanas bordadas con sus iniciales: “No es por vicio ni es por fornicio es por hacer un hijo en tu santo sacrificio”. Manuel Campero, marqués del Apartado, gran autoridad en caballos, emparentado con los más antiguos y prestigiados títulos de Castilla, destacó por sus virtudes y porque los jefes de familia tenían hasta ocho y nueve hijos a quienes enviaba a Stoneyhurst, Inglaterra, para educarlos en “los principios de un hogar cristiano sobre bases de moralidad y trabajo”.
Ninguno destacó tanto como don Pedro Corcuera y Palomar quien, además de su mujer, Guadalupe Mier de Corcuera, tenía su palco en el exclusivo Jockey Club y su mesa, año tras año, en el Maxim’s en París, además de “Le Chapelet” en Biarritz, en la que pasaron temporadas el Sha de Irán y la poor little rich girl —apodo de Barbara Hutton—, la de las Five and ten cents stores. Corcuera construyó frente a El Caballito uno de los primeros rascacielos de 124 metros de alto que, para nuestro estupor, se derrumbó al mismo momento que el Ángel de la Independencia en el terremoto de 7.7 grados Richter en 1957.
Muy cerca, en la avenida Juárez, se mantuvo incólume el edificio Aztlán de don José Yves Limantour, secretario de Hacienda del Porfiriato y padre de May, apodada “Señorita tostón” porque los domingos asistía al Jockey y apostaba en todas las quinielas una única moneda de cincuenta centavos. Doña Conchita Cabrera de Armida fundó la Orden del Espíritu Santo y resultó tan santa que optó por inventar una estrambótica lista de pecados para tener algo que confesar. Vivió en la calle de Francisco Sosa, en la que ahora es la Casa de la Cultura Jesús Reyes Heroles, muy cerca de la casa de Cortés en la que, para nuestra desgracia, murió Octavio Paz.
Bernardo Aja se inclinó por Los Trescientos y algunos más, los de ayer, cuando por su propia juventud y apostura hubiese sido lógico que escogiera a las “niñas bien” que hoy se retratan en tanga en las secciones de Sociales del Reforma, Excélsior y El Universal. Nunca fotografió a los viejos aristócratas en su momento más desafortunado.
A diferencia de José Guadalupe Posada, que abría mandíbulas y dislocaba huesos y canillas, Bernardo Aja los tomó con cariño cuidando sus herencias emotivas, los objetos que los enjaularon como a canarios o periquitos de Australia, los retratos de sus antepasados ahorcados para siempre en la pared, sus muebles entrañables por apolillados y tuertos, sus sillas de pera y manzana con tres patas, sus sábanas agujereadas, sus vajillas incompletas como su propia vida a la que le faltó un plato, una cuchara, una tacita de porcelana. La atmósfera de las fotos es la de la decencia, la de los reflejos de pasadas grandezas, la tatarabuela que fue dama de la Emperatriz Carlota, la de las dulces ilusiones de un vals que ya se bailó y del que sólo quedaron los candiles apagados.
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