Del mar y lo fotográfico, lo que dejamos morir

Foto y texto de Anuar Patjane Floriuk

En medio de un debate turbulento don­ de los factores naturaleza, conservación, desarrollo y medios de subsistencia humana se combinan, la fotografía —que no deja de ser una interpretación bidi­mensional— puede ser una herramienta que muestre una interpretación de la naturaleza de un modo empático, directo, alcanzable para todos.

Yo no intento mostrar o documentar lo que ocurre bajo el agua ni las especies que la habitan, sino compartir lo que se siente estar ahí, en un medio lleno de vida: retratar las emociones humanas en armonía con otras especies, mos­trar lo que estamos dejando morir y lo que perderemos si continuamos por el mismo ca­mino.

Y es que estamos frente a una crisis sin pre­cedente en materia ambiental y hemos llegado al punto de no retorno. El deterioro del plane­ta —derivado del actual modelo económico— nos sobrepasó al grado de que nuestra propia supervivencia y la de muchas especies nos obliga a restablecer el delicado balance que ha sido quebrantado por nuestra imprudencia.

Entre las cuestiones más graves se encuentra el deterioro exponencial de nuestros océanos, derivado de una percepción errónea sobre su capacidad de regeneración, la cual imaginamos infinita, concepción reforzada por intereses económicos y políticos de la industria agrope­cuaria que sacrifican el futuro de especies marinas por una remuneración económica inmediata.

La pesca industrial de atún y camarón, la pes­ca de subsistencia y pesca local, la industria pe­trolera y un largo etcétera se encuentran en la debacle. En muchos de los casos, los pescadores de subsistencia y pequeña escala no tienen opciones alternas o las opciones disponibles no son económicamente viables debido a que el ramo agropecuario en México se encuentra en el extremo más crítico de una política de estado en vías de tercerización selectiva y de desman­telamiento de la propiedad comunal y ejidal.

Dado que cada vez hay menor propiedad ejidal, también cada vez hay menos agricultu­ra, por lo que mayor presión recae sobre la producción pesquera. Se protege del mar lo que es económicamente viable para el turismo o la exportación pesquera, y se dejan fuera o para después especies que no impactan a la economía de escala.

Se pesca como si el mar fuera inagotable, con técnicas brutales que no discriminan entre es­pecies. Algunas, como la pesca de camarón con redes de arrastre, arrasan con ecosistemas submarinos completos de modo definitivo mientras que aprovechan solamente una mí­nima porción de lo que saquean.

Otro caso es el de la pesca ilegal, como la que se realiza en el Mar de Cortés y la cual muestra el entramado de corrupción trasnacional Mé­xico­-China y sus nexos con el crimen organi­zado, siendo el motor de este reciente sistema de explotación la ideología afrodisiaca­ feti­chista China que eligió a la vejiga natatoria de la totoaba como un ingrediente más en su lista de productos con poderes mágicos.

De paso, la vaquita marina —que ya de por sí andaba al borde de la extinción— se ve afectada por este sistema de pesca. No se diga la población de tiburones, que han sido diezma­dos sin tregua durante décadas.

Antes, el Mar de Cortés era un lugar en el que se podían avistar cientos de tiburones; ahora, con suerte se logra ver uno en un muy buen día. Sí, el Mar de Cortés fue el acuario del mundo, como bien dijo Jacques Cousteau, pe­ro ahora la pesca brutal lo está convirtiendo en un inmenso desierto.

Además de la pesca descontrolada, al mar arrojamos desechos —basura, drenaje, agro­ químicos o CO2— como si fuera una planta de tratamiento de agua infinita, lo que contamina o acidifica al mar, provocando la muerte de arrecifes enteros y, con esto, un eslabón primario de la vida marina. Los plásticos que le arrojamos terminan matando peces y mamí­feros e incrementando la toxicidad del agua.

Es dentro de este contexto controversial en el que normalmente se encuentra inmerso todo activista, biólogo o fotógrafo de naturaleza: es inevitable no preocuparse al observar año con año el deterioro de la mayoría de los puntos en los que buceamos, los bosques que recorremos o la contaminación en lagos y ríos.

Aunado a esto, debemos entender que la etiqueta de “conservación” o “desarrollo sustentable” pueden ser categorías aplastantes que se utilizan inconsciente o conscientemente para todo tipo de abusos y transformaciones sociales y económicas de modo impositivito en delica­dos contextos del país, en los que generalmen­te quienes llevan la peor parte son las poblacio­nes locales de pescadores y agricultores que entran de golpe en un torbellino de cambios en los modos de producción y subsistencia como consecuencia de desarrollos económicos ampa­rados bajo la categoría de “protección del medio ambiente”.

Un ejemplo actual es Cabo Pulmo, en Baja California Sur. Durante años, los pulmeños han protegido el arrecife, regulando el flujo de tu­ristas que visitan diariamente los puntos principales de biomasa y han prohibido la pesca dentro del parque, lo cual ha provocado toda una resurgencia de vida marina al conseguir el restablecimiento de todos los eslabones de la cadena alimenticia, incluyendo tiburones toro y tiburones tigre.

Después del éxito obtenido, ahora hay pro­puestas de hoteleros nacionales e internacionales que gestionan y cabildean desarrollos turís­ticos de cientos o miles de habitaciones a sólo 10 kilómetros del parque para aprovechar el éxito natural y la recuperación de Cabo Pulmo.

Estas empresas utilizan estudios de impacto mal realizados y argumentos de conservación para respaldar sus proyectos “ecoturísticos” o ecológicamente amigables, que incluyen la construcción de campos de golf con pasto en pleno desierto, lo que acabaría con hectáreas de especies endémicas y desperdiciaría el recurso más preciado y escaso de la península: el agua dulce.

Si nos descuidamos, la conservación y el desarrollo puede convertirse en la herramienta más perversa de aniquilación del medio am­biente y de poblaciones humanas en relativo y delicado equilibrio con la naturaleza.

Como productores de imágenes, los fotógra­fos estamos obligados a entender la complejidad del mundo que nos rodea y calcular el impacto y alcance de las imágenes que producimos. Teniendo esto en mente, podremos utilizarla lo mejor posible sin reforzar inconscientemente ideologías y discursos perversas.

Bien usada, la fotografía puede contribuir a cambiar el rumbo y dar un buen golpe de timón, para proteger lo que vale la pena y aminorar el impacto del sistema económico depredador en el que estamos inmersos. Tal vez —y espero no demasiado tarde— podremos contribuir a cam­biar la propia naturaleza del sistema y eliminar por completo su lado más aberrante: depredar la naturaleza para crear capital.

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