Ross Fisher
Elisa Lozano
Entre las películas de mayor trascendencia realizadas en los años treinta destacan —por su temática y buena factura— El prisionero trece (1933), El compadre Mendoza (1933) y el Fantasma del convento (1934). Las tres fueron dirigidas por Fernando de Fuentes, y fotografiadas por Ross Fisher, un cinefotógrafo del que poco se sabe, pese a que las películas en las que participó sean multicitadas en las historias de cine mexicano. Según los pocos datos que se tienen de él, nació en Estados Unidos, donde comenzó su trayectoria como director de fotografía, en 1919, de la película The Love Call (Louis Chaudet), a la que siguieron más de medio centenar en las que fungió también como operador de cámara[1].
La mayoría de los filmes en los que participó fueron realizados por modestas compañías productoras —Southern California Production Company, Renco Film Company, R-C Pictures—, lo cual dificulta dimensionar los alcances de su trabajo durante la etapa silente, no obstante su gran actividad.
En 1932 Fisher filmó The Phantom Express (Emory Johnson, 1932) una película de misterio que logró notoriedad[2], y poco después llegó a nuestro país influido quizás por las noticias del éxito sin precedente alcanzado por la película Santa (Antonio Moreno, 1931); un momento crucial para el desarrollo posterior del cine nacional que, a partir de ahí, se vislumbró como una industria capaz de generar “crecidas utilidades”. Incluso llegó a considerarse que México, por su posición geográfica y vecindad con Norteamérica, estaba llamado a ser la Meca del cine hablado.
Tal vez fue esa bonanza o el que un numeroso grupo de actores latinos residentes en Hollywood con los que tuvo contacto[2] fueran contratados para filmar en nuestro país, lo que motivó la llegada de Ross Fisher a estas tierras. De inmediato se integró al equipo de producción de Fernando de Fuentes para filmar El anónimo, a la que siguieron (además de los títulos citados al inicio) películas importantes como La mancha de sangre (Adolfo Best Maugard, 1934)[3], un trabajo ampliamente comentado por los historiadores debido a sus novedosas atmósferas, en la que compartió crédito con Agustín Jiménez, confeso admirador del gran dominio técnico de Fisher, a quien consideró siempre como uno de sus grandes maestros.
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